Punto de fuga
Hola, k ase, añorando o k ase?
Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
Actualizada:
Hay fechas más duras que otras para estar fuera del país de uno. Este fin de semana, me parece, se inaugura la temporada más difícil para quienes ya no tenemos domicilio fijo en Ecuador, porque entre Día de Difuntos e inicios de enero no podremos participar a plenitud de rituales, celebraciones y comilonas con los que crecimos y que nos han hecho, para bien o para mal, quienes somos. Sé de gente que no encuentra paz si un año no toma colada morada, aunque sea esa que viene en sobres de gelatina para engañar al estómago y apaciguar la añoranza.
A propósito de los antojos de colada y guaguas de pan que rondan mi casa —ubicada en una ciudad en donde por estos días hacen más de 30 grados centígrados, así que tendrá que ser colada fría— y de la convicción apasionada con la que el escritor portovejense Juan Fernando Andrade defendió hace algunas semanas en Pubcast (un podcast de Roberto Lalama) al encebollado en lata como el mejor amigo del migrante ecuatoriano, caí en cuenta de que es un tema del que no se habla lo suficiente y que daría para otro podcast que podría titularse: Lo que callan los migrantes.
Quien no lo ha vivido, no sabe lo que es jugarse la vida buscando un plátano verde o una yuca en estado ideal, para tal o cual platillo típico, en latitudes donde a duras penas se conoce a los guineos a los que les dicen bananas y se venden a precios incomprensibles. Con excepción del migrante que se fue a vivir a Nueva York y alrededores, el resto tenemos que conformarnos con lo que hay.
Pero así como se sufre, también se goza; con cosas mínimas, impensables. El otro día sentí una emoción —quizá digna de mejor causa— cuando me enteré de que un sitio que queda a más de una hora de mi casa, en un día sin mucho tráfico, puedo conseguir habas frescas congeladas (aunque parezca oxímoron) y finalmente hacer un almuerzo típico de las mesas andinas: con habas con queso, que no será tierno sino mozzarella; y choclos cocinados, que no serán esos blanquitos y dulces por lo tiernos, sino choclo dulce amarillo que es el que abunda acá; con mote (de lata y de grano por lo general pequeñito) con chicharrón, con un producto que aquí se vende como si fuera chicharrón, pero que no es lo mismo.
Sin embargo, el antojo o la nostalgia hacen que sepan, si no igual de ricos, muy reconfortantes; lo que en los países angloparlantes se conoce como comfort food. Esa dosis de felicidad a la vena que entra por la boca y se esparce por el torrente sanguíneo disparando endorfinas a mansalva. Esas humildes, o de plano malas, copias culinarias funcionan como antídoto para no pasar días enteros salivando, añoraaaaando.
Este fin de semana, gracias a la iniciativa invaluable de un grupo de ecuatorianos que viven en la misma ciudad que yo, disfrutaré de una colada morada y una guagua de pan (que reservé hace más de dos semanas). Y aunque el ritual del Día de Difuntos no estará completo porque no podré ir a visitar las tumbas de mis muertos, les dedicaré una oración y una sonrisa, con el corazón abrigado por esos bocados que son mucho más que comida, son tradición, son familiaridad, son la posibilidad de volver a ser por un instante a eso que fui, que talvez aún soy.