Punto de fuga
En franca descivilización

Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
Actualizada:
Los guerreros andan con la rienda suelta, desbocados, sin reconocer ni dios ni ley; es por eso que al resto la vida se nos ha hecho a cuadros, a ratos, invivible. Y no es un fenómeno de un solo país, porque, para más inri, medio mundo parece estar tomado por esta plaga que se manifiesta en forma de hombres duros (a veces también mujeres) que no quieren ni oír hablar del orden constituido y menos someterse a él. Engendros incivilizados que, en su mayoría, llegaron al poder gracias al orden constituido o se benefician de él.
En medio de este trágico festival de los hombres duros, no son pocas las sociedades que están enfilándose hacia el desbarrancadero, ese que conduce a una vida en donde solo existe la ley del más fuerte y donde plata mata todo. No hace falta que describa más ese lugar horrible —cuyo nombre comienza con m— hacia el que unos van decididos, parece que hasta contentos, y otros vamos impotentes, arrastrados por las circunstancias.
Los guerreros de los que estoy hablando son esa estirpe abusiva y atrabiliaria que toda sociedad, grande o pequeña, cría en su seno. Son los guerreros de los que hablaba el sociólogo alemán Norbert Elías en su libro ‘El proceso de civilización’, publicado a finales de la década de los treinta del siglo pasado.
El historiador argentino José Emilio Burucúa pone una vez más la reflexión en torno a ellos en algunas de las páginas de su libro ‘Civilización. Historia de un concepto’ (Fondo de Cultura Económica. 2024). En su ejercicio de extender la comprensión de civilización por fuera del horizonte cultural occidental y acercarse así a otras sociedades, Burucúa plantea cuatro factores que avalan que lo que él llama “un cluster de culturas asociadas por un aire de familia” merece ser llamado civilización.
Estos rasgos de civilización son: la domesticación o curialización de los guerreros (es decir, la imposición de normas y pactos sociales que posibilitan la vida en comunidad sin predominancia de la violencia); el cultivo de las flores (como metáfora del cultivo de las actividades no esenciales para la sobrevivencia, como la poesía lírica, por poner un solo ejemplo); la adopción de la traducción (o sea, la voluntad de la comprensión del otro, del distinto a mí), y la administración burocrática de la misericordia (el cuidado de los más débiles).
En un episodio reciente del podcast Historiar, de la Asociación Argentina de Investigadores en Historia, Burucúa dedicó buena parte de su charla con la entrevistadora (Lía Munilla) a este proceso descivilizatorio que percibe actualmente en varios lados.
La premisa es sencilla, casi obvia, y poderosa: “Si no hay algún proceso de domesticación de los guerreros es poco probable llegar a ser una civilización. Domesticar a los guerreros significa que estos reconocen en miembros que no son parte de su grupo la facultad de limitar la violencia. Llegar a las formas de autocontrol, implica primero aceptar el control por parte de un poder que está por fuera, que les es ajeno”. Esta domesticación es “la clave de bóveda” sin la cual es imposible pensar en un proceso civilizatorio. Y es lo que sostiene una civilización, su columna vertebral.
La civilización, como bien apunta Burucúa en su conversación con Munilla, no es un estado garantizado ni inamovible; diversas sociedades han tenido en mayor o menor escala sus 15 minutos de descivilización: la Alemania nazi, la Turquía de la masacre armenia a inicios del siglo XX, la Argentina de la dictadura militar del 76 al 83 (se podrían poner una infinidad de ejemplos más). Y el problema es que no nos descivilizamos de la noche a la mañana; son procesos paulatinos que se van cocinando primero con pequeños gestos de desdén al orden constituido (provenientes de la arena política principalmente) y que terminan con los más débiles o los distintos en fosas comunes y la convivencia social en hilachas.
Así como la domesticación de los guerreros es la primera señal de civilización, sus exabruptos dejados en la impunidad son la primera señal de peligro. Por las condiciones complejas de las sociedades contemporáneas, actualmente no es posible identificar un solo grupo de guerreros, son varios y atacan desde todos los ángulos (crimen organizado por aquí, políticos autoritarios por allá, violentos de chancla o de poncho por acullá) y a veces es difícil incluso distinguirlos entre sí.
Estamos rodeados. Cada vez parecen estar más cerca los infamantes 15 minutos de descivilización. Y créanme que si no les ajustamos este rato la rienda a nuestros guerreros, del pelaje que sean, nos vamos todos por el desbarrancadero de la historia. Estamos advertidos.