La Tiranía de la Democracia

Profesor de ciencia política y Decano de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad San Francisco de Quito.
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Últimamente en Ecuador ha resurgido con fuerza el discurso según el cual el pueblo es el soberano y, que, por lo tanto, “ningún órgano está por sobre la voluntad del pueblo”. El propio presidente Noboa ha utilizado este discurso para promover su propuesta de asamblea constituyente.
A él se han sumado varios funcionarios —entre ellos su vocera oficial, y algunos ministros y asambleístas—, así como un número importante de periodistas, académicos e influencers, quienes han hecho eco de esta interpretación de la democracia. En el estudio de la política, a esta visión se la conoce como “democracia directa”, pues presupone que es el pueblo, sin intermediarios, quien debe decidir directamente sobre los asuntos públicos.
A primera vista, esta idea parece lógica y justa; sin embargo, la realidad es más compleja y tiene varios matices que merecen ser tomados en cuenta.
Digo que este discurso ha resurgido porque, en realidad, no es nuevo en la política ecuatoriana. Durante su mandato, Rafael Correa acostumbraba a utilizar muletillas del tipo “si quieren gobernar, ganen las elecciones” o “primero ganen una elección antes de opinar”. Parecería que los gobiernos tienden a emplear este tipo de retórica cuando se saben respaldados por un amplio apoyo electoral, y lo hacen a sabiendas de que buena parte de la ciudadanía no está suficientemente informada —ni particularmente interesada— en cómo se diseña o se ejecuta la política pública, o en cómo debería funcionar correctamente un sistema democrático.
Así, los gobiernos que buscan concentrar el poder en el ejecutivo utilizan a la democracia directa de manera instrumental, como una estrategia para eludir a los demás poderes e instituciones democráticos, o al menos para debilitar su influencia.
Entre los estudiosos de la política existen decenas de definiciones de “democracia”. Por ejemplo, el politólogo polaco Adam Przeworski propuso una definición “mínima” que se hizo famosa: “un sistema en el que los partidos pierden elecciones”. Definiciones como esta pueden resultar atractivas, pero son engañosas, porque, aunque se las llame “mínimas” y parezcan “cortas”, en realidad implican una serie de otras condiciones: para empezar, la existencia de partidos políticos, elecciones libres y justas, alternancia en el poder, y un sistema de pesos y contrapesos que asegure que ningún poder del estado acumule demasiada influencia. Otras definiciones más complejas, más aceptadas en la disciplina para medir la calidad de los regímenes democráticos alrededor del mundo (Freedom House, V-DEM) incorporan muchas otras dimensiones, la mayoría relacionadas con los derechos políticos y las libertades civiles de los ciudadanos.
Teniendo en cuenta la complejidad del concepto de “democracia”, dejarse guiar por la concepción de democracia directa resulta peligroso, pues el régimen que de ella se derive podría parecerse más a una dictadura o a una monarquía que a una verdadera democracia.
Más allá de las elecciones —condición necesaria pero no suficiente para que un régimen pueda considerarse democrático—, los sistemas democráticos se sostienen en un entramado complejo de mecanismos, procedimientos e instituciones que garantizan, por un lado, que se respete la voluntad de la mayoría que eligió al presidente, pero que, al mismo tiempo, aseguran que todas las minorías —incluida la más pequeña de todas: el individuo— gocen de los mismos derechos y protecciones.
Y ahí radica la confusión más común —y más peligrosa— sobre lo que significa vivir en democracia. No basta con que un régimen sea “el gobierno de la mitad más uno” para considerarlo democrático. La democracia liberal representativa no funciona así.
Que un presidente haya sido elegido por la mayoría de la población no le otorga carta blanca para actuar a su antojo, por encima de los demás poderes del Estado. Reducir la democracia al proceso electoral es una visión simplista y peligrosa, que minimiza el papel de las instituciones encargadas de equilibrar el poder y garantizar la justicia. Quien entiende la democracia de ese modo es, o malintencionado, o corto de luces. Porque la democracia, en su esencia, no implica solo votar: es un sistema institucional complejo que equilibra el poder y protege los derechos de todos, diseñado precisamente para impedir que alguien —por muy legitimado que se crea— confunda mayoría con impunidad. Cuando los gobiernos se apropian de la idea de que “el pueblo manda” para justificar su poder sin límites, lo que realmente hacen es vaciar de contenido la democracia.
Una tiranía. A eso es a lo que podemos llegar si definimos a la democracia de forma superficial y antojadiza. Seamos cuidadosos con los discursos de quienes por un lado afirman gobernar democráticamente, pero al mismo tiempo usan todo tipo de estrategia para concentrar el poder y ponerlo a su servicio. Gobernar con votos no es lo mismo que gobernar democráticamente.