Columnista invitado
¿Por qué no debemos criminalizar la protesta social en Ecuador?

Investigador de la Iniciativa Global contra el Crimen Organizado (GI-TOC) y profesor especializado en seguridad y economía criminal. PhD en Estado de Derecho y Gobernanza Global.
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Han transcurrido cerca de 30 días desde que inició el paro en Imbabura por el alza del costo del diésel, un incremento que, sin entrar en detalles técnicos, golpea con fuerza al sector agrícola que vive de ingresos diarios en un mercado altamente especulativo, apenas suficiente para cubrir la canasta básica.
Sin embargo, el gobierno, siguiendo la receta de sus antecesores, ha optado por una estrategia de criminalización de la protesta, sugiriendo que “probablemente” la minería ilegal y contrabandistas de diésel estarían detrás del financiamiento de las movilizaciones. No existe, hasta el momento, una sola prueba que lo sustente.
Para que una acusación de este tipo sea verificable y judicialmente sustentada, deberían existir evidencias concretas y rastreables: flujos financieros o reportes de la Unidad de Análisis Financiero y Económico (UAFE) que conecten dinero ilícito con los actores de la protesta; testimonios sólidos y verificables; interceptaciones o actas judiciales que respalden la hipótesis; y, en última instancia, sentencias firmes. Ninguno de estos elementos ha sido presentado en casi un mes de manifestaciones, lo que permite concluir que estas afirmaciones, una vez más, se sostienen en el terreno de la conjetura o del discurso político.
Acusar de manera general al “crimen organizado” de financiar la protesta se ha convertido en una herramienta discursiva común en países atravesados por altos niveles de violencia, como hoy ocurre en Ecuador. Esta estrategia cumple una doble función: por un lado, desvía la atención de la ineficacia estatal en la lucha contra el crimen organizado, y por otro, deslegitima el descontento popular, justificando la represión y dividiendo a la sociedad entre “los buenos que quieren trabajar” y “los malos que estarían del lado del crimen”.
El proceso de eliminación del subsidio a los combustibles es un ejemplo claro de ello. En los últimos años, toda medida impopular ha estado acompañada por una narrativa de criminalización que convierte la protesta legítima en sospecha de delito. Debemos ser cautelosos ante esta tendencia, pues este tipo de retórica no solo erosiona la confianza pública, sino que además desvía la atención de los verdaderos problemas estructurales que alimentan el malestar social y las economías criminales, como la minería ilegal.
La pregunta entonces es: ¿qué hace realmente el Estado frente a la minería ilegal? Los resultados son débiles frente a la magnitud del problema. A pesar de que desde 2023 el Estado la declaró una amenaza a la seguridad pública y del Estado, los datos oficiales siguen siendo contradictorios. Según la Cámara de Minería, existen 21 provincias con minería ilegal; el gobierno, en cambio, reporta 287 en 16 provincias. Esta disparidad refleja la ausencia de un diagnóstico coherente y la falta de coordinación institucional frente a un fenómeno que ya desborda las capacidades de control del Estado.
Los registros judiciales tampoco respaldan el discurso oficial. Nueve de cada diez casos de minería ilegal corresponden a flagrancias, con pocos detenidos y escasas incautaciones. Ninguno ha derivado en procesos por lavado de activos. Desde 2015 no existe una sola condena por lavado vinculada a minería ilegal, y desde 2022, cuando entraron en funcionamiento los jueces especializados, no se ha tramitado un solo caso con delito precedente en esta materia. En cambio, sí hay evidencia de infiltración en las fuerzas de seguridad: militares activos y pasivos custodiando material aurífero en zonas como Buenos Aires, junto con registros de actos terroristas y redes de protección institucional que operan con impunidad, tal como sucedió en Guayaquil.
El problema radica en entender que, cuando la política sustituye al sistema de justicia, la democracia se erosiona. El gobierno, debe abandonar la narrativa de securitización que divide y deslegitima la protesta social, y priorizar una estrategia sostenible y basada en evidencia para enfrentar la minería ilegal. Mientras no se atienda la raíz del problema, las finanzas ilícitas que las sostiene y la corrupción que la protege, el país seguirá atrapado entre la improvisación institucional, el fortalecimiento del crimen organizado y el deterioro progresivo de su democracia.