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Todos idiotas

Azahara Palomeque, El País

 Escritora y doctora en estudios culturales por la Universidad de Princeton. Su último libro es Vivir peor que nuestros padres (Anagrama).

Actualizada:

02 may 2024 - 05:54

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Para poder leer con la mitad de concentración que tenía a los diez años debo sacar el móvil de la habitación, colocarlo relativamente lejos como siempre yace, sin volumen y, aun así, siento que el pensamiento fragmentado me acecha y se cuela entre las páginas como electrochoques de los que intentase protegerme apenas con una manta.

A veces, me invade la necesidad de buscar conceptos relacionados con el libro; otras, simplemente, de ver si me respondieron a un correo o me espera el corazoncito de rigor en redes. Uno de mis mayores placeres, la lectura, ha quedado para siempre debilitado por la inmediatez luminosa del aparato al que me resistí hasta que empezaron a exigirme sus funcionalidades en el trabajo. 

Estoy con Santiago Alba Rico en que la lectura “no existe”, no en su carácter de flujo que torna liviano el tiempo y lo volatiliza, ni en su naturaleza comunitaria de ampliar conocimientos a los otros; pero es que, además, tampoco ostento la cabeza de antes, ni logro —como solía— fundirme en divagaciones mientras me pierdo en los paisajes deslizantes en la ventana de un tren: me interrumpo aunque no quiera, me hago añicos y se me van cayendo pedacitos de capacidad intelectual, la misma que me da de comer. La adicción, sobradamente documentada, contrasta con mi media vida sin ella; al menos puedo comparar, murmullo, cosa que a las generaciones más jóvenes les está vedado.

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Adicción a celulares y tecnología.

Mi drama, por supuesto, es tan individual como colectivo, y podría llenar este periódico con ejemplos de investigaciones que corroboran una merma en las inteligencias desde que el capitalismo de la vigilancia (el término de Soshana Zuboff) se adueñó de nosotros y los datos, tan íntimos que configuran perfiles psicológicos, cotizan en la marabunta económica.

Hace años, no me habría enfadado con mi madre por su imposibilidad de sumergirse en una novela ante tanta campanilla sonora ni me habría planteado que mi oficio, escribir, abandonaba progresivamente su sentido porque no cuento con luces ni notificaciones, sólo con la palabra austera sobre el papel. Cuando, durante una cena, monté en cólera frente a la tentativa de un amigo de monopolizar la conversación obligando al resto a mirar su pantalla, desencadené un pequeño conflicto moral: es que no valoras mi trabajo, me dijo él; no, es que nos lo puedes describir sin ponernos un video; y hasta ahí la bronca, por suerte aplacada en el siguiente bar. Siendo profesora, me juré no adoptar un enfoque prohibitivo y permitir los teléfonos, lo cual me suponía competir con ellos mediante la intensidad de unos debates constantemente avivados a base de preguntas: funcionaba, hasta que me di cuenta de que la pedagogía no debería consistir en extenuar las mentes de la misma manera a como lo hacen dichos artilugios.

Dónde quedó la lentitud y el sosiego, el libre albedrío predispuesto a la creatividad y el raciocinio quizá consigan responderlo los magnates de Silicon Valley que, ellos sí, envían a sus hijos a colegios carentes de sus inventos digitales. Se ha demostrado que, en bebés, la exposición a las pantallas mina su desarrollo cognitivo y retrasa la aparición del lenguaje, y que los escolares con móviles cerca obtienen peores notas en los exámenes que quienes no los llevan al aula. Más allá de todos los estudios subyace una raíz filosófica que apunta a la deshumanización y vapulea el paradigma ilustrado. En primer lugar, si nos resulta difícil mirarnos a los ojos alrededor de la mesa familiar, cómo vamos a atender al sufrimiento ajeno, de qué forma nos cuidaremos y a qué abismo triturador hemos arrojado unos afectos mediados ya por la imagen ubicua y los escasos segundos durante los que el mundo nos importa algo. Por otra parte, la ilustración concebida como mejoría constante del ser humano a partir de la educación autodidacta y comunal —liberada de sus tradicionales connotaciones patriarcales y colonialistas— se aparece como un engranaje oxidado, anacrónico y mutilado para propósitos futuros.

Si casi no alcanzamos a pensar, si ansiamos la dopamina de un like más que una caricia y no memorizamos la información más simple, ¿nos estaremos volviendo todos idiotas? Imagina que, dentro de una década, el médico que te diagnostique una enfermedad habrá cursado su formación con ChatGPT, ¿sabrá recetarte el tratamiento adecuado? Se lo espeté a mi pareja tras una visita a urgencias, y él me observó dubitativo, como queriendo decir que una década de reloj acelerado da para desmantelar enteramente el sistema sanitario, romper aún más vínculos, redoblar el avance del narcisismo y la atomización social, y privarnos de las pocas herramientas racionales con las que echar el freno.

Entre los múltiples mecanismos disponibles para la alienación, quién habría imaginado que éste vencería permeando cada aspecto de la cotidianidad, parco en regulación y elevado por las autoridades al rango de carné para la ciudadanía. Cuando se publique, compartiré esta tribuna en redes, y esperaré pacientemente a ver cuántos corazoncitos cosecha; el tráfico, la estabilidad de mis finanzas caseras; de nuevo, mi falta de concentración y las minúsculas barreras indispuestas a contener el tsunami que ya ha anegado mi cuerpo.

*Artículo publicado el 29 de abril de 2024 en El País, de PRISA MEDIA. Lea el contenido completo aquí. PRIMICIAS reproduce este contenido con autorización de PRISA MEDIA.

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