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De la Vida Real

La sabiduría, la generosidad y la belleza de vivir en el campo

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

11 jul 2021 - 19:00

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Para muchos niños ir a Disney de vacaciones es el sueño de su vida. Para mis hijos, ir a pasar unos días donde el tío Samuel y la tía Cris en la Concordia son sus vacaciones soñadas.

Este fin de semana, mis papás les llevaron a mis tres hijos a la casa de mi ñaño. Mi hijo mayor, el Pacaí, se quedó allá, pero los chiquitos regresaron. Cuando la Amalia me vio solo me dijo: "pasé tan bien, que ni me acordé de que tenía mamá".  

Mi ñaño y la Cris viven, hace más de 14 años, en La Concordia. Administran la hacienda que era de mi abuelo. Se adaptaron y entendieron la vida del campo. Mi cuñada, luego de cada paseo en bici, lo único que saca de su mochila son miles de plantas y semillas que recolecta en el camino para sembrar en el jardín que mi abuelo amaba y cuidaba tanto.

Mi hijo, Rodrigo, me contaba cada detalle de la lucha que tuvo su tío Samuel con una serpiente X, porque no puede haber paraíso sin culebras venenosas. "Má, el tío sacó el machete. Imagínate, estaba sin zapatos. Trató de pegarle en la cabeza, pero la culebra se fue. ¡Qué impresionante, má!"

"Niños, ¿y se bañaron?", les pregunté, porque el baño en el campo siempre es una aventura. La Amalia empieza a contar: "es que, má, no hay agua porque es verano, entonces no podemos gastar agua, porque la bomba del pozo no se prende. Nos llevaron al río, nadamos y de paso nos bañamos con el jabón de manzanilla que llevó la abuela".

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Los niños bañándose en el río con el jabón de manzanilla.Cortesía: Valentina Febres Cordero.

Me llegó un recuerdo de mi infancia. Cuando iba con mis abuelos a la hacienda, nunca había agua, y llamaban a un tanquero, tradición que sigue mi ñaño.

Los días en que llovía mucho, mi abuela nos sacaba al jardín y hacía que nos bañáramos con agua de lluvia. Luego, entrábamos a la casa, y mis a abuelos nos daban unas pepas a las que había que pelarles hasta que la uña del dedo pulgar sangraba. Se llamaban 'frutos de pan' y se comían con sal. Me acuerdo que los cosechábamos en el jardín. Por estos árboles es que la hacienda se llama Pepepán. 

Nos acostábamos, y no me volvía a levantar de la cama por el pánico de cruzarme con una culebra. Mi prima Gabi, que era mucho más valiente que yo, me decía: "Valen, me avisas si quieres ir al baño", y yo no decía nada, porque en el baño siempre había unos sapitos chiquititos que saltaban. Me daban pánico. 

Qué suerte que mis hijos puedan vivir una parte de lo que yo viví y podernos entender tan bien sin tener que explicar tanto, porque ellos también me cuentan de los sapitos del baño.

Para nosotros, la hacienda no era más que la parada obligatoria para seguir el viaje a la playa. Ahora, ese punto clave es la casa de mi ñaño y mi cuñada, quien sufre cuando sus gallinas se enferman o cuando se muere un chancho sin previo aviso. También se estresan cuando les cae una plaga a sus plantas.

Ellos tienen sus propios tormentos, que yo, desde la ciudad, no puedo entender muy bien.  

Lo que sí les envidio es que, como trabajan en equipo, nunca se hacen lío por el desayuno. La Cris le dice a mi ñaño: "Samuel, vaya a ver una cabeza de verde y tráigase unos maracuyás para el jugo. Pase por el árbol de los limones y tráigame unos cinco. Voy a ver si las gallinas ya pusieron huevos".

Y de repente el desayuno está listo.

Me acuerdo cuando mi abuelo le decía a uno de los trabajadores: "Don Bravo, traiga palmito para almorzar un ceviche". Don Bravo iba con su machete y cortaba la palmera de palmito. Mi abuela cocinaba, y yo pelaba verdes para hacer patacones.

Ser campesino es tener sabiduría, conocer cuándo es época de cosechas, saber manejar el machete y el azadón. La verdad, la gente del campo sabe sobrevivir mucho mejor que la gente de la ciudad.

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La vida en La Concordia.Cortesía: Valentina Febres Cordero.

A la casa de mi ñaño y de la Cris siempre llegan todos los familiares y amigos existentes para hacer una parada antes de continuar el viaje a la playa.

Y mi cuñada, con una gran sonrisa, les recibe a todos. Nos da de comer delicioso y sabe que, si se quedan a dormir, no hay lío, porque al día siguiente se desayuna majado y, si se quedan a almorzar, se puede matar un pollo y preparar un delicioso seco.

Así es la gente en el campo: libre y generosa. 

-Aló, ñá. El sábado, le vamos a recoger al Pacaí.

-No, Valenta, déjele una semana más. El miércoles, nos vamos a nadar en un río que dicen que es hermoso.

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