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Contrapunto

Cómo logró Brahms superar el inmenso fantasma de Beethoven

Fernando Larenas

Periodista y melómano. Ha sido corresponsal internacional, editor de información y editor general de medios de comunicación escritos en Ecuador.

Actualizada:

24 abr 2020 - 19:00

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No era fácil para un músico soportar los más enconados comentarios a su trabajo por causa de la inevitable comparación con todo lo que compuso Ludwig van Beethoven (1770-1827), considerado el mayor genio desde el período barroco hasta el romántico de la música académica.

Cualquier comparación era y continúa siendo inútil, incluso para la devastadora crítica musical en los tiempos de otro alemán importante, Johannes Brahms (1833-1897).

En la vieja Europa la sociedad se ilustraba y se divertía con lectura y con música. La gente acudía frecuentemente a la ópera, a los conciertos, había tolerancia y respeto por las ideas ajenas. Pero los articulistas no se apiadaban de nadie, los músicos tenían que esforzarse para agradar a la crítica y a los emperadores.

Tal vez nadie recibió tantos ataques como Richard Wagner, el más célebre compositor alemán de óperas. La historia registra a un feroz analista que asistía a las salas y teatros de conciertos de Hamburgo, Berlín, Leipzig, Hannover o Viena y hacía temblar de miedo a los músicos.

“Engaño, prevaricación, violencia y sensualidad animal, todo ello proviene de este arrogante que es considerado el ideal de los alemanes”. Así criticaba Eduard Hanslick (1825-1904) la ópera El oro del Rin, de Wagner.

Sin embargo Hanslick tuvo palabras elogiosas cuando Wagner estrenó Tannhäuser, lo cual no es incongruente, según comentó con Brahms. Sin embargo, consideraba que todo lo que escribió después de esa obra era “vomitivo”. 

Pero no solo Wagner, todos los músicos de la época, especialmente tras la muerte de Beethoven, en 1827, tuvieron que aprender de la crítica para evitar comparaciones con el mayor genio universal de la música, autor de nueve sinfonías, conciertos para varios instrumentos y de una excelente ópera.

Quien lo tuvo mucho más claro fue Johannes Brahms, considerado como uno de los pocos discípulos de Robert Schumann (1810-1856), que siempre lo motivó a escribir sinfonías, porque esa sería la única forma de trascender, tal como lo habían demostrado Mozart, Schubert, Weber, Haydn, el mismo Beethoven.

Profesor de piano la mayor parte de su tiempo, Brahms se dedicó a escribir sonatas, música de cámara y danzas húngaras, pero era reacio a escribir sinfonías, tal como le insistía su maestro Schumann; y consciente, además, de que Wagner había sentenciado que, después de Beethoven, “nadie podría escribir música sinfónica”.

Brahms entró a la música instrumental con su primer concierto para piano, aunque no se escaparía de la severa crítica de la prensa. He conservado “este pedazo de mierda”, así se refería a un recorte de periódico en el que un crítico, que firmaba con las iniciales M.H., decía que su concierto era una monstruosidad, una caricatura, un engendro que jamás debió haberse publicado (…) es inexcusable que semejante porquería se haya ofrecido a un público sediento de buena música.

El incidente, que está registrado en la novela La pasión de Brahms, de Elizabeth Subercaseaux, sirvió al músico para aprender que el artista debe poseer una buena dosis de humildad, en caso contrario –decía el músico- que se dedique a otra cosa. Se criticaba que su concierto era difícil de entender, a lo cual Brahms contestó que jamás habría escrito una obra fácil de entender porque “yo no hago música popular”.

En Viena consideraban a Hanslick un temible crítico de música porque sus escritos “hacían temblar al mundo”. Había publicado el libro La belleza de la música, pero Brahms, que lo había leído parcialmente, expresó que encontró “tal cantidad de estupideces que no lo pude terminar”.

Johannes Brahms no se rindió por las críticas, siguió perseverando pero, a contrapelo de la sugerencia de Schumann, continuó postergando sus sinfonías, las que dejaría para la parte final de su vida. Quería trascender, por eso escribió Un réquiem alemán (Ein Deutsches Requiem), estrenado un Viernes Santo de 1886 en la catedral de Bremen.

Después del éxito de su réquiem confesaría que le producía espanto escribir una sinfonía tras el impacto de escuchar a un gigante como Beethoven “siempre detrás de nosotros como una sombra”.

Con su réquiem, Brahms ingresó a la santa trinidad alemana conocida como “las tres B”: Bach, Beethoven, Brahms; sus cuatro sinfonías llegaron poco después, pero algunos biógrafos sostienen que su primera sinfonía la había trabajado durante 14 años. 

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