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Columnista Invitada

Febrero, mes de enfermedades tan raras que ni el Estado se acuerda de quienes las padecemos

Cristina Puente

Periodista, docente universitaria y comunicadora. Apoya y acompaña a mujeres en asuntos de lactancia materna y embarazo. Es madre de un adolescente.

Actualizada:

24 feb 2022 - 19:00

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Antes de entrar al mundo de los raros era una periodista, comunicadora, mamá y mujer que trabajaba más horas de las que dice el contrato y desmenuzaba el sueldo para vivir, sobrevivir y cumplir sueños. Era feliz. 

Un día, sin previo aviso, comenzaron los dolores corporales insoportables, las contracturas, los espasmos, la pérdida de visión, la incontinencia urinaria, los ruidos en los oídos, los problemas de equilibrio, una niebla mental, la pérdida de memoria, las jaquecas, la dificultad para tragar y, finalmente, los problemas para respirar. 

Después de más de cinco años de exámenes y citas médicas, siete diagnósticos equivocados y cerca de USD 30.000 mil gastados; un 20 de septiembre me dieron la sentencia. Soy una de las que sacó el boleto dorado, que no me llevará a la fábrica de chocolate, este boleto me dio acceso directo al grupo de los que padecemos enfermedades raras y huérfanas.

Tengo síndrome de Arnold Chiari, una condición de origen congénito que, básicamente, hace que mi cerebro sea más grande que mi cráneo y lo estrangule hasta dañarlo y matarme.

Desde el día del diagnóstico todo ha sido un constante descubrimiento. Primero, saber que no tiene cura.

Segundo, que los síntomas y las secuelas son impredecibles. Tercero, saber que, si quería vivir, debía perder una parte de mi cráneo para siempre y, finalmente, enterarme de que este mal no existe en la lista de enfermedades raras, huérfanas o catastróficas de este país.

Como periodista había hecho algunas notas sobre pacientes crónicos y sus luchas por un acceso digno a la salud. Nunca, ni en mis más fatales fantasías, me hubiera imaginado ser yo la que estaría hoy de este lado.

Traté de acceder al IESS para los tratamientos paliativos y la operación, pero en plena pandemia era imposible obtener a una cita neurológica.

Amargamente, me di cuenta de que esta lucha la pelearía sin apoyo del Estado; hice una rifa y un montón de personas de buen corazón me ayudaron a costear los próximos gastos.

Tres doritos después, o mejor dicho tres operaciones después, cuatro procedimientos ambulatorios y 11 meses de reposo, volví a la "normalidad" o a lo que hoy se llama normalidad para mí.

Antes de todo esto tenía tres trabajos, debí renunciar a dos y mantener el que más ingresos me representaba. Mi cuerpo y mi mente no funcionan como antes, voy y pienso lento, los dolores del cuerpo llegan a ser insoportables, no puedo estar sentada o de pie más de una hora seguida, tengo problemas para retener y comprender información, mis brazos sufren calambres continuos y varias veces al día debo parar y recostarme. 

Todo este cuadro se complica cuando debo enfrentar una jornada laboral de ocho o más horas, pues no tengo certificado médico que tipifique mi enfermedad y me permita acceder a un carné, a teletrabajo extendido, atención especial o jornada reducida.

Para esto necesito un certificado de neurocirugía del IESS, cita que voy esperando desde el 23 de septiembre de 2021 y que parece que nunca llegará. Pero además la lista de enfermedades raras y huérfanas no ha sido actualizada hace mucho, por lo que seguramente no podré acceder a nada de lo que necesito.

Los derechos a la salud, a una vida digna, al bienestar mental y todas esas frases lindas que alguna vez escribí en reportajes como periodista o en discursos y boletines, como servidora pública, ahora suenan solo a demagogia.

Mis derechos, exigibles e inalienables, han sido reemplazados por el buen corazón de mi jefe actual, quien me apoya en todo lo que puede.

Y frente a todo esto solo puedo decir que tengo la fortuna de padecer una enfermedad que no tiene cura y para la que tampoco existen medicamentos…si se preguntan ¿por qué esto me hace afortunada? Les digo, con mucho dolor en el corazón, que la gran mayoría de personas con enfermedades raras, huérfanas y/o catastróficas necesitan medicinas carísimas para vivir, que no pueden costear y el Estado les dio la espalda.

Yo tengo la suerte de no necesitar de este Estado para seguir viviendo, aunque sigo esperando algún documento que me permita vivir con más dignidad.

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