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De la Vida Real

A pesar de todo, Quito sigue siendo la Carita de Dios

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

12 dic 2022 - 05:26

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Cuando era chiquita, en Quito estaban las cosas importantes: vivían ahí mis abuelos, atendían los doctores y se desarrollaban los actos culturales.

Para mí, Quito era una señora elegante y glamorosa. Se ponía zapatos rojos de tacón y un vestido azul, collar de perlas y aretes de zafiro.

Como era la Carita de Dios, me imaginaba que era hermosa, dulce, con ojos color miel y nariz respingada. Para mí, Quito tenía piel canela y pelo ondulado.

Nosotros siempre hemos vivido en el Valle de los Chillos, y para ir a Quito debíamos ir bien vestidos y peinados.

-Cámbiense de ropa, que vamos a subir a Quito.

Nos decían mis papás. Y nosotros nos poníamos guapos.

Al crecer, cada vez me daba más pereza ir a la capital. Los amigos, las fiestas, los novios estaban en el valle, donde todo era más relajado e informal.

Claro que, a veces como gran cosa, con los compañeros del colegio subíamos a Quito en bus y pasábamos hermoso, sobre todo en sus fiestas de fundación.

Íbamos afuera de la Plaza de Toros a no hacer nada, solo estar ahí. Con el pánico que tengo a los chumados, pensaba que no la pasaba bien, pero, por alguna razón, tengo muy buenos recuerdos.

Una vez los policías a caballo nos ahuyentaron. Un amigo y yo terminamos llorando en una tienda detrás de unas jabas de cerveza.

Nos perdimos del grupo de amigos y acabamos en una chiva de alguna oficina gritando a todo pulmón: "¡Que viva Quito!". Y cantando el Chullita Quiteño y la Guaragua y la Guaragua, la Guaragua, la Guaragua…

Así se festejaba a Quito, entre todos. Sí, había exceso de trago, puñetes y desmadres, pero cuando uno está pasando bien, esos son problemas secundarios. Yo jamás presencié violencia, aunque en las noticias se veía otra realidad.

Pero a Quito se la festejaba de verdad, con fiesta, con alegría, con canelazo y con campeonatos de cuarenta. Cada barrio se organizaba para festejar a esta señora tan linda y elegante, que era la Carita de Dios.

Cuando estaba en la universidad y pasaba más tiempo en Quito, entendí que tiene un ritmo, un olor, un color y que ahí pasan cosas importantes de verdad.

Supe que había movimientos culturales fuertes, conciertos de música alternativa, teatro y poesía. Exposiciones de arte en los parques, junto a campeonatos de ecuavoley. Quito tenía alma de juventud, y eso antes no lo sabía.

La señora, a la que yo imaginaba tan aristocrática, se transformó en alguien más relajada y menos acartonada, un poco más libre.

Conocí un Quito impredecible. Con viento de verano y sol de aguas. Y una diversidad de actividades y amaneceres helados.

Con las compañeras de la universidad, visité barrios desconocidos para mí –cada uno más encantador que el otro–.

Pero algo pasó en mi trayecto de la universidad a la maternidad. La Carita de Dios se volvió fea y de repente sacó una expresión de amargura. Las fiestas de Quito se apagaron. El collar de perlas se rompió, y dicen que hasta le robaron los aretes de zafiro.

Quito se convirtió en una ciudad agresiva. Ya no se veía al Pichincha, porque construyeron miles de edificios enormes que parecen que nos van a aplastar.

Hay tráfico a todas horas y las calles están destrozadas. No sé qué pasó con Quito, pero la desconozco. Sus zapatos rojos de tacón elegantes desaparecieron.

Quito camina a la deriva y es una ciudad sin rumbo y sin planificación, con delincuencia y miedo.

El pasado 6 de diciembre, llevé a mis hijos al Centro Histórico para que conocieran Quito, para que vivieran las fiestas a su manera. Nos fuimos en un tour bus. Nos bajamos en la Plaza San Francisco y caminamos hasta la Iglesia de la Compañía.

Quería que ellos se hicieran su propia idea de la ciudad, porque también son del Valle de los Chillos, y a Quito no suben ni al doctor, porque ahora aquí hay todo.

El Centro Histórico estaba alegre. Había gente por todos lados, filas para entrar a las iglesias, para ver el pesebre gigante, y en la Plaza Grande se preparaba un gran concierto.

Banderas rojas y azules decoraban los balcones de las casas. Comimos espumilla, rompope, helado de mora y sánduche de pernil.

El Pacaí, mi hijo mayor, tomó muchas fotos, y la gente le sonreía. No tuvimos ni un mal rato. Ese día volví a sentir que Quito sigue siendo la Carita de Dios.

La vi linda y elegante otra vez. Nos hizo día de verano, y el sol nos advirtió que en la tarde llovería, porque Quito es así de impredecible.

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