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El triunfo de Kast en Chile es el fin de la fractura dictadura–democracia

David Altman, Latinoamérica21

Profesor del Instituto de Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Director de Espacio Público.

Actualizada:

15 dic 2025 - 09:38

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¿Qué vimos este domingo? Más allá del resultado —contundente y sin apelación—, lo primero es reconocer el funcionamiento del sistema: en poco menos de dos horas tras el cierre de mesas, el Servicio Electoral ya había escrutado cerca del 97% de los votos. A esa altura, el conservador José Antonio Kast superaba el 58.2%, con más de siete millones de votos. Mientras algunos escribían en las redes “se acaBoric”, otros ironizaban con “cuatro años de Kastigo”. Los principales actores políticos, entretanto, hicieron gala de un comportamiento republicano y un indudable compromiso con la democracia.

Pero el verdadero significado de esta elección está en la irrupción de un nuevo clivaje que organizó el voto. Por primera vez desde el retorno a la democracia, Chile tiene un presidente que votó por el Sí en el plebiscito de 1988 —para decidir si  Pinochet seguía o no en el poder—  y que, además, participó activamente en la campaña de Pinochet. El ex presidente Piñera, recordemos, había votado No. Este dato, por sí solo, habría sido impensable durante décadas, no porque la derecha no pudiera ganar —ya lo había hecho—, sino porque el clivaje dictadura/antidictadura funcionaba como un límite estructurante simbólico. Ese límite, hoy, ya no organiza la política chilena, tal como lo argumento en una investigación reciente titulada “Restauración vs. Refundación: Cómo el ciclo 2019–2023 reconfiguró el conflicto político chileno”.

La elección de 2025 no solo marca un cambio de gobierno; marca algo más profundo: el desplazamiento del eje que ordenó la competencia política durante más de 25 años. La evidencia territorial es elocuente. El mapa electoral de esta elección se parece mucho más al plebiscito de salida de 2022 a partir del que se rechazó la propuesta de nueva Constitución elaborada por un convención mayoritariamente progresista —y, en menor medida, al del texto constitucional de 2023— que a cualquier votación asociada a la transición democrática. Comunas que votaron Rechazo en 2022 volvieron a alinearse de forma casi idéntica en 2025. En cambio, el peso explicativo del plebiscito de 1988 se diluye cuando se incorpora el ciclo reciente.

Esto no es una metáfora ni una intuición impresionista: es un realineamiento territorial observable. Cuando se comparan sistemáticamente las elecciones desde 1988 hasta hoy, el patrón es claro. El voto de 2025 replica casi punto por punto la geografía del plebiscito de 2022. El viejo clivaje democracia-dictadura sobrevive como identidad simbólica, pero ha dejado de estructurar de manera decisiva la competencia electoral.

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¿Qué lo reemplaza? Un eje distinto, nacido del ciclo abierto en 2019: restauración versus refundación. Este nuevo eje no se define por posiciones frente a la dictadura, sino por interpretaciones contrapuestas del estallido social, del orden público y del proceso constituyente. Para el polo restaurador, el estallido representó una ruptura del orden, una erosión de la autoridad del Estado y una deriva institucional que debe corregirse. Para el polo refundacional, fue la expresión legítima de un malestar acumulado y la evidencia de un modelo agotado que requería transformaciones profundas.

La campaña presidencial lo mostró con nitidez. Tanto el derechista opositor Kast como la candidata oficilista de izquierda Jara estructuraron sus diagnósticos en torno al ciclo 2019–2023, no en torno al pasado autoritario. La diferencia estuvo en el énfasis: Kast habló, sobre todo, de “cómo” alcanzar el orden —seguridad pública, control, capacidad estatal—, mientras Jara se concentró en el “qué” de la transformación —derechos sociales, rol del Estado,—. Pero ninguno organizó su narrativa a partir del eje dictadura/democracia. Su virtual ausencia es tan reveladora como su antigua omnipresencia.

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Este desplazamiento no se limita a los discursos. También se observa en los alineamientos de élite. Figuras históricamente asociadas al No de 1988 han apoyado candidaturas ubicadas en el polo restaurador. El caso más sorprendente es el del expresidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle: hijo de un presidente asesinado por la dictadura y símbolo de la transición, hoy respalda posiciones impensables bajo el viejo clivaje. Desde la teoría comparada, este tipo de “cruce del Rubicón” es una señal clásica de debilitamiento estructural de un eje histórico.

Algunos dirán que esto es solo alternancia, desaprobación del gobierno saliente o voto castigo. Pero esa explicación no cuadra con los datos. La alternancia produce oscilaciones; no genera correlaciones territoriales tan altas y persistentes entre elecciones de distinto tipo, ni reordena simultáneamente el discurso de ambos bloques en torno a un mismo ciclo interpretativo.

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Lo que estamos viendo es otra cosa: es, posiblemente, un clivaje en formación. No plenamente institucionalizado, aún sin anclaje organizativo completo, pero ya lo suficientemente potente como para estructurar el voto, las campañas y las estrategias de élite.

Conviene detenerse en un punto. Este eje no describe proyectos de gobierno cerrados ni permite anticipar trayectorias democráticas futuras. Restauración y refundación no equivalen a moderación o radicalización, ni a más o menos democracia. Son marcos interpretativos mediante los cuales actores políticos y electorados procesan el ciclo abierto en 2019: diagnósticos distintos sobre orden, legitimidad y cambio. Confundir este eje con una evaluación normativa de los gobiernos sería un error.

La referencia a “los 30 años” sintetiza con claridad este nuevo eje. En Chile, esa expresión se popularizó durante el estallido social de 2019 a través de la consigna “no son 30 pesos, son 30 años”, aludiendo no al alza puntual del transporte público, sino a las tres décadas posteriores al fin de la dictadura. Ese ciclo estuvo marcado por estabilidad institucional, crecimiento económico y reformas graduales, pero también por desigualdades persistentes y una creciente distancia entre ciudadanía y élites. Para algunos, el estallido representó una ruptura injustificada de un orden que había producido avances sustantivos; para otros, fue la evidencia de un modelo agotado que exigía transformaciones profundas. Esta diferencia no es anecdótica: estructura hoy la competencia política de manera mucho más decisiva que las posiciones frente al régimen autoritario del pasado.

La elección de 2025 no clausura este proceso. Pero deja algo claro: el eje dictadura–democracia ha dejado de ser el principio organizador central de la política chilena. El país debate hoy cómo interpretar y cerrar —o profundizar— la crisis abierta a partir de 2019. Leer este escenario como una mera repetición de los clivajes de la transición, o como si aún estuviéramos en 1988, es simplemente no comprender la naturaleza de las tensiones políticas actuales.

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