Tablilla de cera
Navidad: empezar de nuevo
Escritor, periodista y editor; académico de la Lengua y de la Historia; politico y profesor universitario. Fue vicealcalde de Quito y embajador en Colombia.
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La Navidad no fue concebida para tranquilizar conciencias ni para decorar la realidad. Existe, más bien, para incomodarla. La escena que está en su origen —un niño que los cristianos confesamos como Hijo de Dios, acostado en un pesebre, fuera de la ciudad, acompañado por pastores pobres— no confirma ninguna expectativa de poder. Las desarma todas. La Navidad es, desde el inicio, una provocación: lo decisivo irrumpe donde nadie lo espera.
Dietrich Bonhoeffer, teólogo luterano, resistente al nazismo, dijo en sus escritos sobre Adviento y Navidad que «Dios no se avergüenza de lo bajo. Dios marcha hacia lo humilde y hace de ello su morada.»
Por eso, cuando se la reduce a un ritual amable o a un paréntesis sentimental, se pierde su sentido más profundo. La Navidad no es una exaltación de lo grandioso, sino una invitación a abrirse a lo nuevo incluso cuando lo nuevo resulta extraño, pobre, frágil. Es el reconocimiento de que lo pequeño puede ser portador de una fuerza insospechada.
Ese mensaje trasciende lo religioso. Habla de la condición humana y, en momentos de crisis, interpela directamente a las sociedades. El Ecuador atraviesa una de esas horas en las que la tentación del desaliento es fuerte. La violencia del crimen organizado, la corrupción enquistada, la erosión de la confianza pública han ido construyendo un relato peligroso: el de un país que ya no puede, que ya no vale, que está condenado a la decadencia.
Ese relato no solo es falso; es paralizante. Nada se reconstruye desde el menosprecio propio. Ninguna sociedad se salva repitiéndose que está perdida. La Navidad recuerda algo elemental y olvidado: recomenzar no es negar la gravedad de la situación, sino negarse a aceptar que lo peor tenga la última palabra.
El nacimiento en un establo no fue un gesto romántico. Fue una afirmación radical: la historia puede empezar de nuevo desde abajo, desde los márgenes, desde lo que no cuenta. No desde la fuerza exhibida, sino desde la perseverancia silenciosa. No desde el aplauso, sino desde la fidelidad a lo esencial.
El Ecuador necesita hoy esa lógica. Derrotar al crimen organizado y a la corrupción no será fruto de un acto heroico ni de una solución mágica. Será el resultado de un proceso largo, exigente y, muchas veces, ingrato. Un proceso hecho de decisiones pequeñas pero constantes: jueces que resisten presiones, policías que no se venden, fiscales que no miran a otro lado, ciudadanos que no normalizan la ilegalidad, comunidades que se niegan a entregar su miedo como botín.
Nada de eso parece espectacular. Todo eso es decisivo.
La Navidad no promete éxitos inmediatos. Promete sentido. Afirma que la fuerza auténtica no siempre se manifiesta como poder, sino como capacidad de sostener lo justo cuando resulta costoso. Que la resiliencia no nace del ruido, sino de la convicción de que vale la pena cuidar lo frágil y proteger lo pequeño.
Tal vez por eso el mensaje navideño sigue siendo incómodo dos mil años después. Porque cuestiona la lógica del atajo, del cinismo, de la resignación. Porque recuerda que incluso en un establo —en medio de la pobreza, de la noche y de la incertidumbre— puede nacer algo capaz de cambiar el rumbo de la historia.
La filósofa Hannah Arendt, que pensó la política desde las ruinas del siglo XX, llamaba a esto natalidad: el hecho de que cada nacimiento introduce en el mundo algo radicalmente nuevo e imprevisible. Por eso podía afirmar que los seres humanos son capaces de lo inesperado, incluso después de las mayores catástrofes. No es una idea ingenua, sino exigente: la historia no está cerrada, pero solo se abre si alguien se atreve a actuar sin resignarse.
Para este Ecuador herido, pero no derrotado, la Navidad puede ser algo más que una fecha en el calendario. Puede ser la decisión de recomenzar sin estridencias, sin soberbia y sin menospreciar lo nuestro. De apostar, una vez más, por la dignidad de lo pequeño.
Ahí, casi siempre, empieza todo.