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Punto de fuga

Yo no soy de aquí, pero tú tampoco

Ivonne Guzmán

Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.

Actualizada:

22 feb 2025 - 05:55

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El título de esta columna —sacado de una canción de Jorge Drexler— estuvo rondándome la cabeza esta semana después de asistir a la presentación del libro ‘Ecos migrantes’ (Editorial Traveler, 2025), del periodista salvadoreño Soudi Jiménez, quien está cumpliendo 20 años de vivir en Los Ángeles, y ha tenido el tiempo suficiente para ir contando, y macerando también, las experiencias de la migración. Que son muchas y que son, mayoritariamente, felices, fructíferas, esperanzadoras. Aunque hoy las imágenes que nos llegan por todos los medios posibles solo las relacionen con la indignidad, el maltrato, la desesperación y el odio.

Son tiempos malos para la migración, si se es pobre; son los mejores tiempos para la migración, si el dinero no es un problema, y, en cuyo caso, quienes migren se llamarán a sí mismos y a sus pares: expats (en inglés) o expatriados; nunca, migrantes. Los que se llaman a sí mismos expats serán nómadas digitales, inversionistas, turistas de lujo, burócratas dorados, etc. O sea, cualquier cosa que no suene a pobre.

Todos quienes migran o se expatrian voluntariamente, sean pobres o ricos, lo hacen buscando oportunidades mejores, de cualquier tipo: laborales/económicas, amorosas, de salud mental, intelectuales... Y sí, todos los que migramos somos migrantes, porque estamos migrando, es decir trasladándonos desde el lugar donde habitamos hacia otro diferente.

La única diferencia entre un migrante y un expat, que es también la más importante, está en cómo son recibidos en los lugares a donde llegan. A los que no tienen recursos se los recibe con malas caras y miles de trabas, y esta mala gana anfitriona es el caldo de cultivo para que se den todo tipo de abusos en su contra. Mientras para los que llegan con sus billeteras (reales o electrónicas) cargadas solo hay sonrisas, todo tipo de facilidades y ayudas, que por lo general no necesitan.

Y con su plata llegan también la gentrificación y los problemas para los que siempre habían vivido en ese lugar. El principal problema asociado con los expats: todo se vuelve más caro, porque ahora en ese lugar vive gente con plata. Lo saben los habitantes de Ciudad de México o Guadalajara; la gente de Cuenca o Cotacachi, en Ecuador; o los pobres portugueses a quienes se les están llevando en andas el país.

En fin, que la migración es compleja, mueve las fichas, desacomoda e incómoda, rehace el paisaje además. Y en ese trajín todos nos vamos haciendo más humanos. De eso tratan varias de las historias que Soudi Jiménez recopila en su libro. Y si uno lo piensa bien, las historias de todos nosotros, sin excepción, se originan en o se relacionan con la migración de alguien; en el hecho de que alguien decidió moverse de donde estaba hace 20, 13, 500 o hace 2000 años o, también, hace 6 meses.

La migración, con sus bondades y sus complejidades, nos cruza a todos. Y es increíble que seamos tan reacios a reconocerlo y nos entreguemos tan fácilmente a la tentación del desprecio, del miedo, del abuso al otro, al que no es de aquí (donde quiera que sea aquí).

Insisto, todos los nuestros fueron, son o serán migrantes. Por eso quiero quedarme con esta idea que nace de una anécdota que me contó hace años Pablo Corral Vega, ese talentoso fotógrafo ecuatoriano que ha visto mucho mundo. En uno de sus tantos viajes, una mujer de un pueblo patagónico, cuando él agradeció su casi excesiva hospitalidad, ella le respondió que lo hacía pensando en que siempre quisiera que los suyos sean tratados de la misma manera cuando estén fuera de casa, en tierra ajena.

Valdría la pena siempre tener a la mano las ideas de esa señora patagónica y también esa a la que Drexler le puso música: yo no soy de aquí, pero tú tampoco. Nadie es cien por ciento de ninguna parte —menos en el mundo actual—. Porque basta con hurgar un poquito en las historias familiares de todos nosotros para que empiece a salir a flote nuestra condición extranjera, es decir, humana. Y como humanos deberíamos empezar a tratarnos.

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