Punto de fuga
No es tigrillo

Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
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Se los voy a decir de una vez por todas. Sin miramientos: lo que la mayoría de ustedes come no es tigrillo. Listo, ya lo saben. Esas mezclas variopintas (a veces indescriptibles o francamente indignantes) que de unos años para acá se han dado por vender en cuanta tienda, fonda o local de comidas haya a lo largo y ancho de Quito y de Guayaquil (pero sobre todo de Quito) y que la gente vende como tigrillo, por el solo hecho de tener verde entre sus ingredientes, es —para ponerlo en términos suaves— un embuste.
Tengo credenciales (o creía tener, más de esto en el sexto párrafo) que me avalan para ser una fundamentalista del tigrillo. Mi familia paterna tiene raíces en Zaruma, de donde viene este plato, y el tigrillo es parte de mi dieta desde que tengo uso de razón. Desde que siendo una niña, cuando alguien se llegaba a enterar por casualidad de que en mi casa se comía tigrillo y alarmado e inocente quería saber todos los detalles del felino en cuestión, yo tenía que dar un sinnúmero de explicaciones sobre mis costumbres alimenticias.
En los lejanos años 80 de mi niñez y entrada a la adolescencia, en Quito, nadie —aparte de mis tres tíos, una cantidad importante de primos y la respetable Colonia Zarumeña— sabía nada del tigrillo, hoy convertido en platillo fetiche. Desfigurado, hasta las lágrimas, por cuanto cocinero improvisado y muy poco curioso haya decidido incorporarlo en su carta.
Ya sé que ni en el idioma ni en otras herencias culturales —entre ellas, la gastronomía— las reglas se pueden mantener rígidas e inamovibles. Pero es que lo que le hacen al tigrillo no tiene perdón de Dios. Lo deforman y lo deshonran a punta de culantro, perejil, tocino, ¡zanahorias!, consistencias casi líquidas (porque le ponen leche) o tan secas que mejor sería tragarse ripio. No faltan los que en lugar de incorporar el huevo a la mezcla —como dicta la receta— lo fríen y lo ponen al lado de un montoncito de verde desmenuzado. O sea, seguro es riquísimo (todo con verde es riquísimo), pero no es tigrillo.
Toda esta diatriba lanzada al éter (contra los herejes del tigrillo) tiene que ver con que hace una semana invité a unos amigos a probar el verdadero tigrillo zarumeño, con las respectivas dificultades que conlleva el haberlo hecho estando fuera del Ecuador y no tener a mano un verde dominico (en mi experiencia, el más adecuado para esta receta) y tener que conformarme con cualquier plátano verde guatemalteco “gaseado” —para que madure pronto, supuestamente—, que disminuye la calidad de la textura y el sabor.
Mientras buscaba la receta oficial y, según yo, original, inmortalizada en los archivos del Instituto Nacional de Patrimonio Cultural (INPC) para escribir este artículo me enteré de dos cosas. La primera, el 27 de julio se cumplen cinco años de la declaratoria del tigrillo como Patrimonio Cultural Inmaterial del Ecuador. La segunda —de la que todavía no me recupero—, que la receta consagrada por la declaratoria no solo incluye culantro, sino achiote y ajo. Casi me caigo de la silla. ¿Con qué argumentos les digo yo ahora a mis amigos comensales del tigrillo de la semana pasada que lo que les preparé no es el tigrillo oficial, el original del que les hablé hasta el cansancio? Peor aún, ¿cómo me digo a mí misma que he vivido equivocada toda mi vida? Esto no puede estar pasando.
Alarmada, escribí inmediatamente a mi papá a preguntarle si él conocía a alguien en Zaruma que le pusiera culantro, achiote y ajo al tigrillo. Inmediatamente respondió rotundo y lacónico: “No”. Y cuando le conté lo que había leído en las páginas de los (hasta el jueves pasado) ministerios de Cultura y Turismo dijo: “Mal, muy mal”.
Algo turulata, pero no vencida, y a sabiendas de que con los platillos emblemáticos (¿sabían que el tigrillo quedó este año entre los mejores 50 platillos del mundo según nosequé lista?) cada región o familia tiene su receta, no desisto en mi idea de que aunque distintas, todas las recetas deben tener un mismo marco teórico. Para no poner ejemplos de fuera de Ecuador, pensemos en la fanesca, que en cada casa se hace como les apetece a los comensales, pero, por ejemplo, nunca se hará una fanesca con carne de res; como el tigrillo no se hace con zanahoria o culantro, aunque esto último lo avale una receta de quién sabe quién que hoy reposa en los archivos del INPC.
No crean que me voy derrotada. Insisto en que no se debe usar el nombre del tigrillo en vano. Hay otros platos con verde, obviamente, de Manabí, de Loja o de Esmeraldas, que seguro se le parecen, que tienen como base al verde majado, y que se pueden mezclar con un sinnúmero de ingredientes. Todos valen, todos deben ser deliciosos. Pero no son tigrillo. Solo quedemos en eso.
Les dejo aquí mi receta por si la quieren replicar y saber cuál es mi tigrillo original (para una persona):
Sofreír en aceite cebolla paiteña cortada en plumas (mi papá dice que cuando él era pequeño se hacía con manteca de chancho). Cuando esté transparente poner un huevo encima e inmediatamente desmenuzar un verde cocinado y molido sobre el huevo y revolver todo. Añadir pedazos de queso que se haga ligoso. Antes de que termine de derretirse el queso, poner un segundo huevo, sal al gusto y mezclar todo vigorosamente para que el huevo bañe toda la mezcla y quede jugosa (verificar que ya la clara no esté transparente sino bien cocida y mezclada). Yo lo acompaño con café, siempre. Con cualquier café, incluso instantáneo (algo no muy finolis de preferencia), y con azúcar —insúltenme sin remilgos los puristas del café.