Esto no es político
Pero no hay emergencia

Periodista. Conductora del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.
Actualizada:
Mientras el país enfrenta una crisis sanitaria sin precedentes, el Estado ecuatoriano parece indiferente. Los hospitales públicos, que deberían ser refugios garantes de la salud, se han convertido en escenarios de abandono y desesperación.
La prensa y los gremios médicos se han encargado de revelar los detalles de un sistema colapsado: que en Esmeraldas, en el Hospital Básico del IESS hay áreas enteras que no están funcionando, equipos obsoletos e incluso rastros de insalubridad; basura infecciosa apilada, ratas muertas tras los basureros, de acuerdo a las imágenes difundidas en un noticiero de televisión.
Que en Guayaquil, el Hospital Universitario confirmó la muerte de 12 neonatos este julio y que en esa ciudad hay, por lo menos tres más en una crisis profunda evidenciada por la imposibilidad de tomar muestras de sangre por faltas de tubos para recolectarla en el hospital Abel Gilbert Pontón. En ese mismo centro, de acuerdo a varios reportes de prensa, llevan desde 2024 trasladando los implementos quirúrgicos a otro hospital para esterilizarlos allí porque este centro no tiene la capacidad de hacerlo.
En Quito, hospitales como el Eugenio Espejo, Pablo Arturo Suárez y del sur Enrique Garcés, enfrentan escasez de alimentos, lo que los ha llevado a recurrir a bancos de alimentos para garantizar la comida para los pacientes y el personal.
Mucho de esto, denunciado por pacientes y médicos con identidades protegidas pues, quienes se atreven a hablar corren el riesgo de ser despedidos y por eso piden a la prensa que oculte sus identidades.
Y el mayor problema no es la lista de dificultades que hay en los hospitales si no el impacto que tiene en la vida de cientos de miles de pacientes, como aquellos cuyas vidas dependen de la diálisis y que llevan meses pidiendo que se resuelvan los pagos a las clínicas del IESS para que puedan hacerse sus tratamientos, o de los padres de los niños con Distrofia Muscular de Duchenne que, según denuncian, llevan más de nueve meses sin recibir el tratamiento para mejorar la calidad de vida.
Como ellos, hay miles de historias anónimas. Algunas, con suerte, logran salir en titulares y noticieros, evidenciando el peregrinaje que es lograr sobrevivir en un país en donde la vida parece no ser tan importante. Si no es la violencia la que la apaga, es la falta de atención médica.
La respuesta del gobierno ha sido la que suele dar en estos casos. Hablar bajito de algunos temas —pocas o confusas respuestas hay, por ejemplo, sobre el desabastecimiento o falta de medicinas— y desplegar un ejercicio de fuerza sin mayor resultado, en otros.
Para eso último, dispuso la militarización tres hospitales en Guayaquil —Guasmo Sur, Universitario y Monte Sinaí—más como un golpe de efecto que como un plan a largo plazo frente a un problema estructural agravado por la corrupción.
Denuncias de irregularidades en compras públicas y adquisición de insumos médicos se agudizaron a partir de 2020, cuando se empezaron a revelar incluso posibles vínculos entre las mafias y ciertos funcionarios públicos que trabajan en el sector salud.
Dos asesinatos ocurridos en marzo ahondaron esas dudas. En marzo de 2023, fue asesinada Nathaly López, directora financiera del hospital Teodoro Maldonado Carbo, en Guayaquil.
El crimen ocurrió apenas semanas después de que su jefe inmediato, Francisco Pérez, entonces gerente del hospital, denunciara ante la Fiscalía los continuos hostigamientos, extorsiones, amenazas e, incluso, intentos de secuestro que había sufrido desde que asumió la administración del hospital.
Al día siguiente, fue asesinado Rubén Hernández, gerente del hospital Delfina Torres de Esmeraldas. Tras el hecho, al menos seis funcionarios renunciaron.
La narrativa de este gobierno ha procurado posicionar que la crisis hospitalaria se debe precisamente a la presencia de mafias y corrupción. Pero ese argumento no alcanza a responder por la desidia del mismo evidenciados en otros aspectos que están bajo el control directo del Ejecutivo.
Uno de ellos, el recorte presupuestario de más de mil millones de dólares para el sector salud, hecho a finales de 2024: en noviembre de 2024, el presupuesto codificado del sector salud era de 4.286 millones y en diciembre de ese mismo año, el monto se redujo a USD 3.037 millones.
Además, en 2025, hasta el 31 de julio, el ministerio apenas utilizó 61,6 millones de su presupuesto de inversión, es decir que solo ejecutó el 34,6%. Para la compra de equipos, en ese mismo período, utilizó USD 16,1 millones, equivalente al 6% de los 277 millones que dispone.
Mientras tanto, el gobierno se muestra reacio a declarar una emergencia sanitaria, solicitada por varios gremios médicos. El ministro de Salud, Jimmy Martin —quinto frente al ramo desde que Daniel Noboa asumió su primer período en noviembre de 2023—, insiste en que no hay emergencia sino “problemas administrativos”. El asambleísta oficialista Andrés Guschmer asegura que no existe “colapso” ni “desabastecimiento masivo”, a pesar de que la evidencia está ahí.
¿Cómo no va a ser emergente la situación que viven, a diario, miles de familias que no logran ser atendidas en el sistema de salud pública? No son familias que tienen la posibilidad de acceder a seguros privados o, si los tienen, no cubren enfermedades terminales, raras o degenerativas, o quedan fuera de cobertura por la edad. Tantas realidades que parecen ser olvidadas en una visión burocrática y distante de la realidad de la mayoría de los ecuatorianos.
El presidente Daniel Noboa, en lugar de enfrentar la crisis de frente, mantiene silencio, aprovechando una nueva gira internacional en la que pretende promover una imagen de modernidad y progreso que dista mucho de la realidad que viven los ciudadanos en los hospitales públicos.
Esta desidia evidencia que, más allá de la corrupción y de los problemas estructurales, el oficialismo carece de voluntad política para enfrentar la crisis. El estado de negación —o indiferencia— de las autoridades refleja una gestión centrada en minimizar el costo político que quizás tendría reconocer que hay una crisis profunda, mientras la salud de la población queda relegada a un segundo plano.
La crisis hospitalaria en Ecuador no es un hecho aislado ni pasajero: son años de abandono, corrupción y decisiones presupuestarias erráticas.
A esto se suma la ausencia de políticas públicas claras y la opacidad en la asignación y ejecución del presupuesto, que impide planificar soluciones efectivas. Mientras los hospitales operen al borde del colapso y el gobierno se resista a asumir su responsabilidad —y a aceptar que hay una emergencia en el sector, sin que eso signifique necesariamente declararla—, serán el personal sanitario y, sobre todo, los pacientes quienes sigan pagando las consecuencias.