Esto no es político
¿La Revolución Ciudadana implosiona?

Periodista. Conductora del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.
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La Revolución Ciudadana fue durante años un bloque sólido, cohesionado y disciplinado. Hoy parece fragmentarse desde adentro, arrastrando contradicciones no resueltas y cargando el peso de su pasado, con serias dificultades para sostener una oposición que clama por liderazgos renovados.
El movimiento político que alguna vez se impuso con contundencia hoy da señales de una implosión lenta, con fracturas visibles, liderazgos en disputa, narrativa agotada y una desconexión alarmante con las prioridades del país.
El reciente enfrentamiento entre la legisladora Jhajaira Urresta y la excandidata presidencial Luisa González fue más que un cruce de declaraciones: fue la radiografía de una estructura incapaz de procesar disensos o contener sus conflictos internos.
Urresta anunció públicamente su separación del bloque de la RC tras conocer que González le habría dicho “tuerta de mierda”.
Lo que pudo haber sido un debate interno —legítimo e incluso necesario en cualquier organización política— se convirtió en una exhibición pública de fracturas, descalificaciones personales, arrogancia y pérdida de control.
En lugar de utilizar los mecanismos institucionales del movimiento para canalizar diferencias, lo que hay es un vacío de liderazgos claros, sustituido por una lucha interna constante, en la que distintas vertientes de la militancia se disputan espacios de poder. Es legítimo hacerlo, pero no a cualquier costo.
La Revolución Ciudadana ha tenido siempre dificultades para entender que los desacuerdos no son, necesariamente, traiciones. Y que la autoridad política no se impone a gritos ni con prepotencia, sino con legitimidad, diálogo y autocrítica.
Esa autocrítica, que se les exige desde que fueron gobierno y que han sido incapaces de practicar, ha alejado no solo a una parte de la ciudadanía —ávida de encontrar una alternativa seria frente al oficialismo— sino también a sus más fieles militantes.
En sus intervenciones públicas de los últimos días, el discurso de González ha sido errático y carente de respuestas. Más que aclarar los señalamientos de Urresta, ha respondido con evasivas, lugares comunes y un tono defensivo que siembra más dudas que certezas.
Este vacío discursivo no es nuevo ni exclusivo de González: refleja el desgaste más amplio de la RC. Una organización atrapada entre la nostalgia y el conflicto, en la que la voz de Rafael Correa —desgastada pero todavía decisiva— sigue marcando el rumbo. Y lo hace, con frecuencia, sin cautela ni ecuanimidad.
“Jhajaira no llegó por sus ‘luchas sociales’. Era cliente de Fausto Jarrín y fue él quien vehementemente la recomendó. La postulamos como un homenaje a las víctimas de la represión. Ya sabemos dónde están los dos…”, escribió Correa en respuesta a la denuncia pública de Urresta.
Con eso, el expresidente repitió una actitud que le es habitual: la imposibilidad de asumir responsabilidad por los desaciertos internos. En lugar de revisar las prácticas de su movimiento, prefirió minimizar a Urresta y reducir el conflicto a una cuestión de traición o debilidad moral.
Cuando Lenín Moreno —a quien el propio Correa eligió como sucesor— lo enfrentó, jamás reconoció una mala decisión o una lectura política equivocada. Lo mismo ha ocurrido frente a otras disidencias: antiguos convencidos del proyecto que, al irse, fueron descalificados sin autocrítica ni reflexión interna.
En ningún caso la organización ha hecho un ejercicio público de mea culpa sobre el tipo de lealtades que construyó en torno a la figura de Correa. En lugar de eso, ha preferido sostener una narrativa de persecución sin matices.
Y eso no significa que no deba discutirse la ligereza con la que figuras como Mónica Salazar o Sergio Peña —por citar los casos más recientes— abandonaron el proyecto político que los llevó a la Asamblea. Pero sí evidencia algo más profundo: la urgencia de que la RC reconozca que tiene problemas más complejos que la “traición”. Hasta ahora, ha sido incapaz de hacerlo.
En parte, porque su líder máximo nunca se ha permitido la autocrítica. Esa negativa a asumir errores impide cualquier intento real de corrección interna y condena al movimiento a repetir sus mismas dinámicas: control, exclusión y desgaste. Un liderazgo que nunca se equivoca es, en realidad, un liderazgo que no escucha. Y que proyecta claros tintes de egolatría. Y eso se trasluce a otros militantes de la RC, incluyendo a la propia González.
Desde su retorno formal a la política, la RC ha perdido bastante, no solo elecciones, y sigue perdiendo.
Su mayor fortaleza —Rafael Correa— es hoy también su mayor límite. Su palabra aún pesa, pero lo hace desde la distancia y con una condena que lo inhabilita políticamente. La RC no puede soltarlo, pero tampoco puede avanzar con él como único eje. Está atrapada en su propia trampa.
Los procesos judiciales que pesan sobre Correa, Jorge Glas y otros exfuncionarios ya no tienen el efecto político de antes. La narrativa de persecución, que fue eficaz durante un tiempo, suena ahora repetitiva y desconectada de la urgencia de quienes viven extorsiones, homicidios, secuestros, falta de medicinas y crisis económica.
Ese deterioro también se expresa en la Asamblea. Aunque la RC sigue siendo una de las bancadas más estructuradas, su rol como oposición se ha desdibujado. En vez de marcar una agenda coherente, cae con desconcertante facilidad ante las provocaciones del oficialismo.
La desconexión es también generacional y discursiva. El movimiento sigue hablando desde la nostalgia: la “década ganada”, los enemigos de siempre, la soberanía. Pero el país cambió. El crimen organizado, el colapso institucional y el desempleo no encuentran eco en un discurso anclado en 2010.
No se puede desconocer tampoco el contexto en el que el gobierno intenta cooptar todos los legisladores posibles —incluso los de RC— probablemente con una doble intención: engrosar la bancada oficialista y golpear a la RC, cuyas figuras con poder político local también se desgastan en procesos en su contra. Aquiles Álvarez, Pabel Muñoz, Juan Lloret, enfrentan un proceso judicial, una revocatoria de mandato y una denuncia en el Tribunal Contencioso Electoral, respectivamente. No hay que olvidar que en política no existen casualidades.
En ese contexto, la fragmentación se acelera. No hay liderazgo emergente que dispute con fuerza el centro político del correísmo. No por falta de cuadros, sino por la lógica interna del movimiento: todo debe girar en torno a Correa. Y cuando todo gira sobre un solo eje, cualquier fisura puede hacerlo colapsar.
Pese a todo, la RC sigue viva. Tiene estructura, militancia, y, comparada con otras fuerzas, un mínimo de coherencia programática. Pero sobrevive. Ya no lidera. Y si no logra mirarse con honestidad, reformular su liderazgo y reconectarse con las prioridades del presente, el proyecto que prometía durar siglos podría no sobrevivir esta década.