Columnista invitado
El éxodo silencioso: la juventud que Guayaquil no logra retener

Presidente del Consejo Consultivo de Jóvenes de Guayaquil y Secretario del Comité de Jóvenes de la Unión Europea en Ecuador.
Actualizada:
Abandonar la tierra donde naciste duele. Dejar atrás a tu familia duele el doble. Y no saber qué te espera al otro lado, aterra. Esa es la historia de miles de ecuatorianos —sobre todo jóvenes— que hoy se ven forzados a migrar. No hablamos de números lejanos. Hablamos de nuestros propios vecinos, de muchachos que crecieron en barrios como Pascuales, Flor de Bastión o el Guasmo, y que ahora caminan por la selva del Darién con la esperanza de encontrar un futuro que su propio país les negó.
El dato es contundente: en 2023, Ecuador se convirtió en la segunda nacionalidad que más cruza el Darién, con más de 50.000 ecuatorianos atravesando esa selva, solo superados por los venezolanos. En total, más de 113.000 compatriotas salieron rumbo al norte. Muchos de ellos tenían entre 18 y 30 años.
La explicación no es un misterio. Según el INEC, el desempleo juvenil alcanzó el 9,2% en 2024. Seis de cada diez jóvenes trabajan en la informalidad. Y aun quienes logran terminar el colegio se topan con otra barrera: cada año, más de 100.000 bachilleres se quedan sin un cupo universitario. En Guayaquil, la ciudad que alguna vez fue motor económico, la demanda de educación superior crece… pero la oferta pública no.
Detrás de cada cifra hay un rostro, un nombre, una historia que pesa.
Daniela, 23 años, del Guasmo Sur, intentó tres veces ingresar a la universidad. Tres veces el sistema le respondió con un “no”. Vendió dulces en buses, trabajó en empleos que apenas alcanzaban para comer, hasta que tomó una decisión imposible: migrar. Hoy espera en México, junto a su hermano, el momento de cruzar hacia Estados Unidos.
Kevin, de 19 años, de Bastión Popular, tomó otro camino. Después de enterrar a un amigo asesinado en un tiroteo, decidió unirse a una caravana de migrantes. Ahora su madre vive pendiente de llamadas entrecortadas, preguntándose si volverá a escuchar la voz de su hijo.
María José, 27 años, dejó atrás a su pequeño hijo en el barrio de Mapasingue. La violencia y las deudas la arrinconaron hasta obligarla a pagar a un coyote. “Prefiero arriesgarme a morir en el camino que verlo crecer entre balas”, alcanzó a decirle a su madre antes de partir. Hoy, su familia en Guayaquil se aferra a las noticias de WhatsApp, sin saber si llegará a la frontera o se perderá en el desierto.
En cambio, Jonathan, 21 años, del Suburbio, no alcanzó a salir. Fue detenido en Honduras en medio de un operativo. Sus sueños de trabajar en construcción en Nueva Jersey terminaron en un centro de detención migratoria. Desde ahí llama cuando puede, con la voz quebrada: “Mami, no sé qué va a pasar conmigo”. En su barrio ya lo dan por perdido, pero su madre aún guarda la esperanza de verlo regresar con vida.
Historias como las de estos jóvenes nos confrontan. Porque nos recuerdan que la migración no es un sueño: es una herida. Es el último recurso de quienes ya agotaron todas las puertas en su propio país.
El Darién no es solo un bosque lejano en los noticieros. Es un espejo que refleja nuestra incapacidad de ofrecer futuro. Los jóvenes que deberían estar en las aulas o construyendo la economía nacional hoy arriesgan la vida en una selva plagada de delincuentes, animales salvajes y ríos que arrastran sueños.
Ecuador expulsa a su juventud porque no le garantiza educación, empleo ni seguridad. Y cada joven que se va no es solo una vida en riesgo: es un talento perdido, una voz menos en nuestra ciudad, un futuro que se apaga.
Si Guayaquil no se convierte en un lugar donde quedarse sea una oportunidad y no un riesgo, seguiremos siendo un territorio de despedidas. Y ese es un lujo que ni la ciudad ni el país pueden permitirse.
Sanar a Guayaquil no depende de imitar fórmulas ajenas, sino de atrevernos a escribir una nueva narrativa con nuestras propias manos. Significa abrir espacio real a la juventud: educación accesible, empleo digno, barrios donde el miedo no sea la regla.
Porque un país que expulsa a sus jóvenes renuncia a su futuro. Pero un país que cree en ellos, que los escucha y los abraza, puede transformar la herida en cicatriz, el dolor en fuerza.
Todavía hay esperanza. La misma ciudad que hoy llora despedidas puede convertirse en la ciudad que celebre regresos. Tal vez el verdadero viaje no es el que lleva a nuestros jóvenes por el Darién, sino el que nos toca a todos: el viaje de transformar Guayaquil en un lugar donde quedarse sea, finalmente, el acto más valiente y esperanzador.