Del líder al macho alfa: del lenguaje político a la vulgaridad

Periodista, escritor, miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, miembro de la Comisión Nacional Anticorrupción.
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Defender un lenguaje político digno no es petulancia ni puritanismo: es defensa de un ideal democrático para que este no se rebaje a un circo de payasos.
El fenómeno de la razón se expresa con palabras y las palabras despiertan a la razón. Sin ellas, no hay comunicación hablada ni escrita. Un ladrido, un gruñido, una patada en la canilla no son palabra. ¡La palabra invención asombrosa que permitió al ser humano nombrar el mundo para pensarlo, y pensándolo, transformarlo en bien propio y común del género humano!
El pasado 25 de julio, el señor alcalde de Guayaquil —tan alto y simpático— al rendir homenaje a la ciudad por motivo del 479 aniversario de fundación, cerró su discurso de orden con una primicia: «Que viva Guayaquil, que viva, ¡chucha!».
Uno de los mayores errores de ciertos políticos es hacer pasar su vulgaridad por expresión popular. Y no se trata de errores de forma, sino de un intento de empatía simbólica
El político que abandona el lenguaje respetuoso para expresarse con gritos, insultos u obscenidades no está innovando en comunicación: está regresando al instinto preverbal, al dominio del impulso sobre el pensamiento.
El señor Donald Trump ha favorecido la grosería y la mentira en la política estadounidense: desde su célebre frase “grab them by the pussy” “Cógelas por el gatito”, hasta los insultos a mujeres, inmigrantes y periodistas. Su discurso no solo es vulgar, es agresivamente inculto. Y, sin embargo, se presenta como “el lenguaje del pueblo”, pese a que haya instalado la vulgaridad a nivel global como una de sus marcas.
Con un tono aún más desenfrenado, Javier Milei ha convertido la política argentina en un coliseo verbal, en el que la furia sustituye a la razón y el insulto suplanta al argumento: “imbéciles”, “pelotudos”, “soretes”, “parásitos mentales”, “mandriles”, “brutos keynesianos”, “viejos meados”, entre otros.
Pero todo esto no es nuevo. Benito Mussolini recurrió a un lenguaje bastardo, teatral, grandilocuente y brutal para galvanizar a las masas. Hugo Chávez hizo de la cadena nacional un monólogo de insultos: “Toda oposición era “escuálida”, “majunche”, “apátrida” o “gringos de mierda”.
Estos políticos confunden el lenguaje de burdel y de cantina con la cultura popular, dos dimensiones obviamente distintas. Una cosa es la crudeza marginal del insulto de ocasión y barriobajero; y otra muy diferente es la riqueza simbólica, irónica y profundamente inteligente de la auténtica cultura popular, que canta para existir, denuncia para no olvidar, ríe para no temer y lucha para no rendirse.
El que necesita lo más bajo del registro verbal para hacerse escuchar carece de autoridad intelectual, y de sentimientos, y se muere de miedo a la palabra pensante. Teme a la inteligencia, porque lo desenmascara.
Lo que está en juego, en último término, no es el estilo, sino la dignidad de la palabra como fundamento de la política. Y no cualquier palabra: la que piensa, persuade, respeta y representa.