De la Vida Real
¿Dónde está el cargador?

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Cuando hay vacaciones escolares la rutina de la familia se altera. Y más cuando son las vacaciones de verano. Es un convivir diario con todos. Es la época del año donde más nos conocemos los unos a los otros.
Dentro de esta rutina de vacaciones, me he dado cuenta de algo que ya había notado antes, pero a lo que no le había prestado tanta atención como ahora: el lío de los cargadores. Para los celulares, los relojes, los audífonos, la tablet, la cámara de fotos y el aro de luz. Este verano, los cargadores han sido los verdaderos protagonistas.
En mi casa, cada uno tiene un celular. Y cada celular se carga con un cubo específico y un cable específico. El mío, un Samsung, solo se carga con su propio cargador. El de mi marido, creo que es un Infinix, y solo funciona con su cargador de carga rápida.
El celular de mi hija es tan viejo que, por alguna razón, solo se carga con el cargador del Wilson. El del Rodri, mi otro hijo, es heredado del Pacaí —mi hijo mayor— y, para colmo, funciona con mi cargador. Y el de Pacaí, que es el único iPhone de la casa, se carga con un cargador diferente al de mi iPad, que es viejísimo.
Y no es solo el tema de los celulares. Están los relojes: cada modelo viene con un cable distinto, pero sin cubo. Es un relajo brutal. Sacamos los cables de los cubos para cargar los relojes, pero luego nadie sabe dónde quedaron ni los cables ni los cubos. Y llegan las peleas porque “me desconectaste” o “ese es mi cable”.
Para rematar, están los audífonos. Mi Kindle y mis audífonos usan un cable con dos dientecitos chiquitos, como de serpiente. Solo tenemos uno en toda la casa. Y resulta que el reloj de la Amalia se carga con el mismo cubo que uso para mis audífonos y el Kindle. Así que también ahí hay peleas y reclamos.
El caos se multiplica con los enchufes. No entiendo por qué no cargan sus cosas en los enchufes de sus cuartos. Prefieren la sala, la cocina o mi velador. Yo dejo mi Kindle y mi reloj cargando en mi cuarto y, al rato, encuentro mis cosas desconectadas para que carguen las de ellos. Bestia, me pongo bravísima.
Todas las noches, sin una sola excepción, el Wilson va a cargar su celular y dice la misma pregunta que nadie contesta: “¿Quién cogió mi cargador?”. Se pasea por la casa, revisa enchufe por enchufe, hasta que lo encuentra conectado en cualquier lado.
El fin de semana pasado traté de poner orden. Nos sentamos todos, marcamos cables y cubos con nombres y llegamos al acuerdo de dónde iba a cargar cada uno sus cosas. Duró poco. El martes ya había vuelto el caos. Creo que el único que pone algo de orden en todo esto es el propio desorden.
Además, los cargadores son carísimos. Al Pacaí le compramos uno nuevo para su iPhone que costó más que el propio celular, y aun así prefiere usar el mío. Encima, ni siquiera son los mismos cables. Entre cubos, cables y enchufes, la batalla es diaria.
Y pienso: antes todo funcionaba con pilas. Cambiabas las pilas y listo. Ahora todo es recargable: celulares, relojes, audífonos y tablets. Todo necesita su momento en el enchufe. La tecnología vino a facilitarnos la vida, pero nos tiene más atados que nunca. Dependemos de la batería, del cable y del cubo correcto.
A veces siento que yo también necesito un cable. Uno que me recargue la paciencia en medio de este enredo. Porque si algo aprendí estas vacaciones es que, aunque vivamos rodeados de pantallas, lo que más energía gasta es la convivencia misma. Y eso ni con el mejor cargador del mundo se soluciona en dos horas de enchufe.
Estamos pensando irnos a la playa este año. El año pasado llegamos al departamento de mi abuela y, aunque todavía no había racionamientos de energía, se iba la luz todo el tiempo. Me acuerdo que nos íbamos caminando al pueblo, a un restaurante que nos prestaba los enchufes por dos horas. De ahí nos mandaban en mototaxi los celulares y los audífonos del Pacaí. Todavía no nos agarraba la moda de los relojes. Toda esta vuelta nos costaba 3,50 dólares. Y fuimos tan felices. Confiábamos ciegamente en que no nos iban a robar. La señora de la hueca coordinaba el envío: “¿Llegó todo bien, diga?”, me mandaba en un audio de WhatsApp.
¿Cómo nos irá este año? Quizás con los mismos cables, los mismos enredos y las mismas preguntas. O tal vez, solo tal vez, aprendamos a reírnos un poco más del caos… mientras esperamos a que todo vuelva a cargarse. Y, como cada noche, el Wilson volverá a preguntar: “¿Quién cogió mi cargador?”. Y se escuchará el silencio de la casa.