Agresión a ecuatoriana en Nueva York no es hecho aislado, es una tendencia, advierten defensores de migrantes
Malos tratos por hablar español, gritos de "go back to your country". Migrantes ecuatorianos sienten que la xenofobia y discriminación aumenta en los Estados Unidos.

La ecuatoriana Mónica Moreta y sus hijos son consolados por el padre luterano argentino Fabián Arias (fuera de cuadro). Ella fue agredida por un agente de ICE, el 25 de septiembre de 2025 en Nueva York, Estados Unidos.
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Stephanie Keith / Getty Images via AFP
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NUEVA YORK. La salida de la Corte de Inmigración en Nueva York se convirtió en un símbolo amargo. Mónica Moreta, migrante ecuatoriana, fue empujada contra una pared y esposada por un agente de ICE justo después de una audiencia de asilo. El video se viralizó en pocas horas: no era solo un forcejeo, era la fragilidad de un proceso que debería proteger y, sin embargo, humilló.
La Cancillería ecuatoriana protestó y pidió explicaciones. ICE respondió con la suspensión del agente, un gesto administrativo que no borra la imagen: una mujer migrante reducida por la fuerza en el mismo lugar donde debía ampararse su derecho a ser escuchada. Para los defensores de derechos humanos, no es un hecho aislado, sino una grieta visible de un sistema saturado y hostil.
Ese empujón no solo duele a Moreta: resuena en toda una comunidad que vive con la certeza de que pedir asilo puede acabar en esposas, y que hablar con acento o en otro idioma basta para convertirse en sospechoso. Elizabeth lo aprendió de golpe una tarde en el metro de Nueva York. Volvía del trabajo hablando en español con su madre cuando notó la mirada fija de un hombre blanco. Se bajó en la misma estación, la siguió por las escaleras y ella, aterrada, tuvo que refugiarse en un edificio. Desde entonces, su familia evita hablar en español en lugares públicos.
Carlos, migrante de Loja, recuerda el día en que un vecino en Nueva Jersey le gritó “go back to your country” mientras descargaba herramientas de su camioneta. Desde entonces siente que cada acento puede ser motivo de sospecha. “Aquí trabajas, pagas impuestos, pero siempre hay alguien que te recuerda que no perteneces del todo”, lamenta. Historias como la suya no sorprenden: según el Pew Research Center, el 53% de los latinos en Estados Unidos han vivido algún tipo de discriminación o acoso por su origen.
“La xenofobia no es un episodio aislado en el metro o en la calle”, señala Andrea Mite, sicóloga y experta en Derechos Humanos y movilidad humana. “Es un recordatorio constante de que la permanencia de los migrantes pende no solo de esas miradas de rechazo, sino también de un sistema judicial que puede convertirlos en deportables con una simple notificación. El miedo se vive en dos planos: el cotidiano y el institucional”.
Mientras los juicios de asilo avanzan con lentitud y obstáculos, la expulsión es tangible. En lo que va de 2025, ya 1.297 ecuatorianos han sido deportados desde Estados Unidos, de acuerdo con cifras oficiales de la Cancillería. Esa cifra recuerda que, para muchos, el fallo adverso no es una posibilidad, sino una realidad cotidiana.
El desgastante proceso para solicitar asilo
En este contexto, el proceso de asilo se convierte en una carrera desigual. Una trabajadora de la Fundación para Migrantes en Nueva York, que prefiere el anonimato, lo explica: “Un solicitante tiene derecho a presentar su caso ante un juez de inmigración, a ser escuchado plenamente y a contar con un intérprete. Puede presentar pruebas y testigos, y estar representado por un abogado. Pero aquí está el tema: el Estado no provee defensa gratuita, como sí ocurre en procesos penales. Muchos terminan solos frente al juez”.
Andrea Mite subraya esa contradicción: “En teoría, si el Estado no provee abogado, el proceso debería ser simple, humano y accesible. Pero ocurre lo contrario: se ha vuelto un sistema técnico y hostil. Quien no tiene representación legal casi siempre lo pierde todo”.
El desgaste no es solo legal, también emocional. “Migrar implica un duelo, dejar familia, costumbres, identidad. Si a eso sumas indocumentación y procesos judiciales interminables, el resultado es ansiedad, depresión y, en algunos casos, riesgo de suicidio”, advierte Mite. Lo que debería ser un trámite de protección se convierte en un túnel sin salida que agota tanto como cualquier jornada de doce horas.
Garantizar audiencias justas, añade el abogado colombiano Andrés Quiroz, implica mucho más que asignar una fecha en el calendario. Según la Oficina Ejecutiva de Revisión de Inmigración (EOIR), algunos jueces gestionan más de 3.000 expedientes activos, un volumen que convierte la dilación en una pena silenciosa para quienes esperan una resolución.
“Un solicitante necesita tiempo para preparar su defensa, acceso completo al expediente y condiciones dignas para declarar. Pero los tribunales migratorios en Estados Unidos están tan sobrecargados que los juicios de asilo se convierten en esperas de años, lo que erosiona el derecho al debido proceso”.
Andrés Quiroz, abogado colombiano en Estados Unidos
La credibilidad, un punto central en estos juicios, se mide con criterios que pocas veces consideran el trauma. “Los jueces buscan consistencia en el relato y pruebas documentales. Pero el trauma fragmenta la memoria. Un vacío en el testimonio se interpreta como incoherencia, cuando en realidad podría ser una cicatriz”, explica Mite. Por eso pide peritajes psicológicos y sensibilidad cultural. “No se puede evaluar la vida de alguien con la lógica de un contrato comercial”, sostiene.
Los mecanismos de apelación existen, pero no están al alcance de todos. Después de un fallo negativo, el caso puede ir ante la Board of Immigration Appeals y, en última instancia, a cortes federales. El problema es el costo y los plazos: apenas 30 días para presentar recursos técnicos que requieren abogados especializados.
El caso de Moreta se enlaza con estas historias porque revela un patrón: la frontera no está solo en los muros de la corte o en los expedientes de asilo. También atraviesa los vagones del metro, los pasillos de un barrio, la puerta de una casa alquilada. Y esa frontera, invisible pero letal, marca la vida diaria de miles de ecuatorianos en EE. UU.
En la práctica, la xenofobia callejera y los vacíos del sistema judicial son dos caras de la misma moneda. “El abuso de poder legitima la discriminación”, resume Mite. Y añade un contraste doloroso: “En España, por ejemplo, cuando llegan migrantes en cayucos, primero reciben atención física, psicológica y de identidad, antes de segmentar su estatus. En EE. UU. falta esa humanidad básica”.
Entre la espera eterna y el temor de sus juicios, muchos migrantes aprenden a guardar silencio en público, a traducir sus emociones al inglés, a bajar la mirada en la calle. Porque pedir refugio no debería significar perder la voz. Sin embargo, esa es la paradoja de miles de migrantes que, entre la violencia institucional y la xenofobia cotidiana, buscan algo tan simple como un lugar seguro donde existir.
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