Dario Sigco, el ecuatoriano actor y director de teatro en España, que vio en las tablas un blindaje contra el racismo
Dramaturgo, director de escena, actor, mediador cultural y docente. Son algunas de las facetas de Darío Sigco, un ecuatoriano en Madrid que usa el arte para luchar contra la xenofobia.

Darío Sigco, dramaturgo ecuatoriano radicado en Madrid, en un aparte de una clase teatral que dirige.
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Soraya Constante
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MADRID. “Cumplí 13 años sin mis padres cerca, con la promesa —que para mí era una amenaza— de que mi regalo sería volver a vernos, volver a estar juntos, viajar a España y vivir, por fin, con mis padres en la misma casa”. Este es el testimonio de Darío Sigco, hijo de migrantes que llegó a Madrid poco después de ese cumpleaños, a regañadientes, como muchos menores ecuatorianos: unos 140.000 que hoy están entre los 25 y 40 años de edad, según los datos de población del INE.
De esa época, el Darío de 37 años no guarda buenos recuerdos, porque llegó a compartir las estrecheces de sus padres. “Un pisito de 30 metros cuadrados, en un barrio marginal de herencia franquista, rodeado de una urbanización catalogada como UVA (Unidades Vecinales de Absorción), y recibiendo insultos racistas maquillados de chistes a la hora del recreo, junto con comentarios hirientes sobre tu acento de profesores con mostacho y aires napoleónicos. La sensación que uno puede recordar es siempre amarga, aunque quiera salvar los pocos recuerdos de una juventud feliz: las penas pesan más”.
No fue fácil encontrar su lugar. Tuvo que superar el choque cultural, blindarse contra el racismo que se vivía en las aulas y refugiarse en espacios seguros como los clubes de lectura o el de ajedrez. Además, tuvo que gestionar una serie de emociones que experimentan muchos hijos de migrantes, tal y como lo describe el ecuatoriano: “La personalidad de un preadolescente que no convive con sus padres tiene como consecuencia la ira, la desconfianza, la madurez mal gestionada y el sentimiento de abandono, que luego se convertirá en enfado y resentimiento prolongado durante mucho tiempo”.
Darío aprendió a expresar sus emociones, en parte, porque se formó como dramaturgo. Siguiendo el consejo de un amigo músico, empezó la escuela de teatro y tuvo que buzonear (repartir publicidad en los buzones de casas particulares) para pagarse los estudios. Sus padres no apoyaron económicamente su decisión, pero cambiaron de parecer cuando vieron la muestra final de la escuela y se convencieron de que su hijo tenía talento.
Su vida empezó a moverse con otra frecuencia a los 21 años, cuando hizo una audición para la compañía internacional La Fura dels Baus y se embarcó en una gira mundial durante dos años con Titus Andronicus. Después de esa experiencia siguió estudiando y se especializó en teatro físico. Si suma todos los años, ha dedicado nueve años a su formación y tiene credenciales de dramaturgo, director de escena, actor, mediador cultural y docente. Hace poco, además, se sacó una formación profesional de diseño gráfico: una salida más y una herramienta para impulsar sus proyectos artísticos.

Durante esos años, dentro del lugar seguro que ha sido el teatro para él, estuvo alejado de la discriminación que vivió en su adolescencia. “Durante ese paréntesis formativo, dejé a un lado la consciencia migrante; olvidé por momentos que no pertenecía del todo a un lugar. O, mejor dicho, no quería ver lo evidente: un cuerpo racializado y clasificado como extranjero. Aunque mi DNI certificaba mi nacionalidad, mi rostro y mi piel atraían los controles policiales en los aeropuertos, en las salidas del metro, en los parques y las plazas. Mi apariencia, aunque vestido del barrio de Chamberí, nunca me dio un papel de joven español de clase media alta. Los castings y las audiciones, sobre todo en cine y televisión, siempre han sido de ladronzuelo, de pandillero, de narcotraficante. En cambio, en el teatro sí he podido vivir otras vidas fuera de mi perfil”.
Ahora estas reflexiones forman parte de un proyecto de investigación artística para el que ha ganado una beca. Además, su vida profesional lo está llevando a poner en escena ese sentimiento de desarraigo que comparte con otros, como Besha Wear, una mujer de la República Democrática del Congo con quien desarrolló su última obra.
Darío parece tener días de más de 24 horas, por las múltiples actividades que hace para mantenerse como autónomo. El día que cuenta su propia historia para este reportaje venía de dar clases por la mañana, de un par de reuniones al mediodía para un proyecto futuro, de viajar en tren durante una hora para dedicar tres más a la preparación de una programación pedagógica en un claustro de profesores… y aún le quedaba una reunión con su pareja, con quien también desarrolla proyectos.
Desde hace un par de años trabaja principalmente de manera autónoma, recibiendo becas y reconocimientos para desarrollar sus líneas de investigación en torno a la identidad mestiza, el racismo y la xenofobia. “Arrastro un complejo migrante y pobre que, aunque he tenido momentos triunfales y sienta que me estoy realizando profesionalmente, no he podido desprenderme del todo de la sensación de no pertenencia: un poco por la sociedad, un poco por mi propia neurosis. Lo cierto es que, en la mayoría de los ámbitos en los que me muevo, suelo ser el único migrante con rasgos de persona no blanca europea”.
Aun así, Darío no se rinde a esa herida vieja. La lleva a escena, la convierte en materia prima de un oficio donde el origen no limita el personaje ni el futuro se decide por el color de la piel. Esa es su forma más honesta de reclamar pertenencia.
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