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Sociedad

Eddy Mejía, un comerciante obstinado que logra que un tramo de Madrid huela a Guayaquil

Un local en la zona de Vallecas, en Madrid, es un submundo de productos ecuatorianos. El lugar vibra con la mezcla de oferta para los migrantes, y también con el aroma guayaquileño y costeño de ciruelas y grosellas.

Eddy Mejía, su madre Beatriz Vásquez, y su novia Katherine Tisalema, en la tienda Party City, en la zona de Vallecas, en Madrid. El local es un mundo de productos que evocan a Ecuador.

El migrante guayaquileño Eddy Mejía, su madre Beatriz Vásquez, y su novia Katherine Tisalema, en la tienda Party City, en la zona de Vallecas, en Madrid. El local es un mundo de productos que evocan a Ecuador.

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Soraya Constante

Autor:

Soraya Constante

Actualizada:

16 nov 2025 - 05:55

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MADRID. La tienda es un ir y venir constante. Entran clientes que preguntan por lo más improbable e inimaginado. En la mañana de la entrevista, una joven quiere saber si allí venden algo de Puerto Rico, quizá relacionado con el béisbol. Eddy Mejía, el dueño del comercio, responde con soltura que tiene algo de salsa boricua y le muestra unas camisetas con cantantes estampados. Todo ocurre mientras otro cliente pide suéters, un niño pregunta por guaguas de pan y un hombre quiere saber si aún quedan ovos. El caos funciona como si el local hubiera sido creado para absorber cualquier consulta y convertirla, de algún modo, en una venta.

El corazón del comercio late con Ecuador. Golosinas que parecen cápsulas del tiempo, recuerdos de primera comunión, camisetas de la Tri, gorras y piñatas conviven con los monigotes de Año Viejo que una temporada llegaron a exhibirse entre las estanterías. La fama del lugar, sin embargo, descansa sobre los ovos (en la costa ecuatoriana conocidas como ciruelas) y las grosellas, frutas que Eddy trae desde Guayaquil envasadas al vacío. Viaja dos veces al mes para abastecerse. Aterriza, compra, selecciona, empaqueta y vuelve con maletas que compiten entre sí por el exceso de peso. Las frutas se venden como reliquias tropicales que sobreviven por pura insistencia al trayecto.

La tienda se llama Party City y su viralidad empezó con un video que un amigo subió a redes anunciando que allí podían comprarse ciruelas. Nada de esto formaba parte del plan inicial. El local quedó libre, él buscaba estabilidad y la idea original consistía en vender tarrinas de plástico, fundas y artículos de fiesta. Un proyecto simple, sin frutas exóticas ni nostalgia viajando en bodegas de avión.

El giro surgió en uno de esos viajes breves que no deberían alterar la vida pero la alteran. Eddy viajó para ayudar a su padre, músico, que tenía varias presentaciones. “Me llevó a Ecuador para que yo la ayude en los conciertos”, recuerda. Tras una semana regresó con algunas cosas en la maleta: Tango, Manicho, Galak, sardinas, ovos y grosellas... Era un lote mínimo, un experimento, pero su sorpresa fue inmediata cuando esos productos “comenzaron a moverse un poquito más” que las serpentinas. 

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Las grosellas, las ciruelas y el mango, productos ecuatorianos que se venden con fuerza en la tienda especializada para migrantes, en Madrid.Soraya Constante

En la tienda trabajan su madre, Beatriz Vázquez, y su novia, Katherine Tisalema. Ambas permanecen detrás de la vitrina, atienden a quienes se pierden en el popurrí de artículos y sostienen el ritmo del local con una mezcla de eficiencia y familiaridad que convierte el espacio en un punto de encuentro para migrantes que buscan sabores extraviados.

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Un proceso migratorio con altibajos

El camino hasta este momento fue áspero. Eddy, ahora de 33 años, llegó a Madrid a los dieciséis y su adaptación fue un muro. Lo explica sin rodeos: “Sí, sí, me costó mucho”. España no le gustaba y solo el fútbol le daba algo de estabilidad. Repitió tres veces el cuarto curso de secundaria porque no lograba ajustarse. Su madre le recordó que se haría cargo de él hasta los dieciocho y luego si quería ella misma le compraba el pasaje de vuelta. Y así fue y en el aeropuerto se lo dejó claro: “Yo cumplí como madre”.

Guayaquil lo recibió en plena convulsión, sacudido por los saqueos y la revuelta policial de septiembre de 2010. Pero él se aferraba al fútbol en el barrio hasta que un día le pagaron un dólar por todo el esfuerzo. Su reacción quedó grabada en tres frases: “Me dieron palo jugando pelota y todo esto por un dólar”. No necesitó más para tomar la decisión de volver junto a su madre y sus dos hermanas menores.

De regreso encadenó trabajos de supervivencia. Lavó platos en Burger King, pasó por un restaurante español y aguantó dos años en una pizzería abierta veinticuatro horas. Durante la pandemia descubrió otro camino. Cocinando desde casa se volvió “muy conocido” y ganaba dinero. Su intención era abrir un restaurante, pero su madre temía que abandonara el proyecto a mitad de camino.

La oportunidad llegó en un local escondido fuera de un mercado donde solía hacer las compras para sus platos. Una concesión de cincuenta años y un impulso que terminó bautizado como Party City 35, número que evoca la dirección que tuvo en Guayaquil. El nombre en inglés nació de una amiga en Estados Unidos que poco antes le había estado animando a emigrar a Nueva York para trabajar como cocinero.

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El local de productos ecuatorianos, Party City, ubicado en la zona de Vallecas, en Madrid.Soraya Constante
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Los inicios del local fueron duros. “Esto era una frutería, yo vine y lo maquillé un poquito”. El trabajo físico cayó sobre él y su círculo cercano. “Yo mismo pinté ahí con mis amigos, me ayudaron con el suelo”, cuenta. Las instalaciones estaban lejos de ser óptimas: “No tenía neveras, no tenía estanterías, no tenía nada, no tenía congeladores”. El verano fue una prueba más. “Por qué me metí en esto”, llegó a preguntarse y rozó el arrepentimiento. 

La precariedad lo obligó incluso a dormir dentro del local cuando las puertas se dañaban y no encontraba a nadie que pudiera arreglarlas por la noche. “Lo hacía para que no me roben, me tocaba dormir en el suelo”. Esas experiencias, afirma, “me han hecho crecer como persona y madurar”.

Incluso cuando el video de TikTok se volvió viral, las puertas volvieron a fallar y fuera había una fila de gente. “Puse dos escobas porque no se sostenía la puerta enrollable”, dice. 

Ahora, con las maletas viajando a Guayaquil dos veces al mes y las frutas convertidas en fenómeno, la tienda funciona como una frontera amable, un pequeño puente donde la nostalgia se vende en bolsitas selladas y donde un joven que llegó desorientado a los dieciséis sostiene un rincón de Ecuador en medio de Vallecas. Todavía no abandona la idea de abrir un restaurante, cuando lo haga le llamará “Guayaquil chiquito”. 

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