‘Sucúa Haven’, un enclave ecuatoriano de migrantes amazónicos descubierto en Connecticut
Vanessa Terán, antropóloga ecuatoriana, desarrolló una etnoficción que nació de una residencia en la Universidad de Yale y que presentó hace poco en Madrid. Ella encontró un territorio inventado: Sucúa Haven, el nombre que los migrantes que llegaron de Sucúa usan para referirse a su enclave, en Connecticut, Estados Unidos.

Vanessa Terán, antropóloga ecuatoriana, presentó en Madrid su proyecto Sucúa Haven, que estudia a una comunidad de migrantes ecuatorianos de Sucúa, Morona Santiago, que ha hecho de una parte de Connecticut, en Estados Unidos, su enclave.
- Foto
Soraya Constante
Autor:
Actualizada:
Compartir:
MADRID. Vanessa Terán ha dedicado su trabajo a observar los pliegues de la identidad, la pertenencia y la migración entre Ecuador y Estados Unidos. Pero en algún punto dejó de ser solo observadora. Sin proponérselo, terminó dentro de las historias que investigaba. A sus 34 años, esta antropóloga ecuatoriana desarrolla una etnoficción que nació de una residencia en el Centro para el Estudio de la Raza, la Indigenidad y la Migración Transnacional de la Universidad de Yale (RITM). Su campo de trabajo es el área de Greater New Haven, en Connecticut, que agrupa ciudades como New Haven, West Haven, East Haven, Fair Haven, Hamden, Milford y Branford.
En esa cartografía de la diáspora ecuatoriana, Terán encontró un territorio inventado: Sucúa Haven. Es el nombre que los migrantes que llegaron desde Sucúa —en especial los asentados en East Haven— usan para referirse a su enclave, una especie de pequeño Ecuador en medio del noreste estadounidense. Un lugar donde las casas son rosadas, azules o amarillas, con porches y patios diminutos, y donde se habla en inglés, español y spanglish. “Sucúa Haven”, además, da título a su proyecto que se presentó en Madrid para cerrar la fiesta del cine ecuatoriano en la capital española que este año se centró en la migración.
Y así, en ese territorio entre lo real y lo imaginado, emergen historias que, sobre todo, son de mujeres. Mujeres unidas por dos líneas invisibles: la frontera que cruzaron y el paralelo 0 que dejaron atrás.
Doris tiene 37 años y emigró de Sucúa, Morona Santiago, en 2006. Dejó a su hija cuando tenía apenas dos años y pasaron catorce antes de poder abrazarla otra vez. Aquel reencuentro, dice, fue el día más eterno de su vida. Cuando su hija cruzó la puerta, sintió que su mundo se reiniciaba. Pero el abrazo trajo también un vacío nuevo. Su niña ya no era su niña. Era un misterio. “¿Qué le gustará? ¿Qué come? ¿Qué la hace feliz? ¿Qué la pone triste? ¿Cuáles son sus sueños y sus miedos? ¿Me quiere?”, se preguntaba Doris mientras intentaba reconocerla. Había vencido los kilómetros, pero no esa otra distancia, la invisible.
Otra historia que recoge Vanessa es la de Livia, una de las fundadoras de Sucúa Haven. Nació también en Sucúa y tiene 48 años. En 1995, con diecinueve, un bebé y un marido que había migrado meses antes, decidió dejarlo todo. En su pueblo decían que era un mal ejemplo. “Las mujeres no deben migrar”, le repetían. Aun así, se presentó en Guayaquil con su partida de nacimiento, una carta cualquiera y su pasaporte. Cuando el cónsul le preguntó por qué quería viajar, respondió: “Porque ya estoy cansada de viajar por el Ecuador”. Era mentira. Nunca había salido de su provincia. Pero, de algún modo, consiguió la visa. Llegó a Estados Unidos y se reunió con su esposo, aunque tuvo que dejar a su hijo atrás. Se reencontraron seis años después. En las noches, Livia todavía conversa con la culpa. “Yo siempre le pido perdón por irme”, confesó. “Pero este año mi hijo me miró a los ojos y me dijo: ‘Esta es la última vez que me pides perdón por eso, mamá’”.
Un extracto del proyecto Sucúa Haven, de Vanessa Terán.
Durante su paso por Madrid, Vanessa se encontró con otra mujer de Sucúa, Marcela, una migrante que llegó a España en 1997 con apenas 22 años. Empezó trabajando como interna en la calle Marroquina 100, como lo indica su carné de inscripción consular, cuidando a una mujer mayor con Alzheimer. Cuando la señora murió, ella se quedó sin empleo, sin papeles y sin red. “Empecé de cero, otra vez”, cuenta. Vanessa la conoció después de su presentación en la capital española, un encuentro que pareció escrito dentro del mismo guion del proyecto. “Sucúa Haven”, dice Vanessa, “siguió creciendo sola”. La comunidad que había mapeado en Connecticut se extendía ahora hacia Europa, como si la geografía emocional de la migración se expandiera por cuenta propia.

Vanessa compartió un storytelling en Madrid —una narración performática que combina etnografía y ficción— donde entrelazó sus propias experiencias con las de sus protagonistas. “One inhabits a space not only with the materiality of the body but with cosmologies, dreams, and fears” (“Uno habita un espacio no solo con la materialidad del cuerpo, sino con cosmologías, sueños y miedos”), explicó. Esa idea sostiene su trabajo: la migración como una forma de imaginación, un modo de crear mundos posibles.
Un territorio con presión migratoria
Pero Sucúa Haven también es un territorio bajo presión. En los últimos años, la comunidad ecuatoriana en Greater New Haven ha enfrentado políticas migratorias más duras, un incremento en los operativos de detención y el desgaste emocional de vivir con miedo. Las desigualdades persisten: los ingresos medios de los latinos están por debajo de los de la población blanca, y uno de cada cinco vive bajo la línea de pobreza. A eso se suma la llegada constante de nuevos migrantes desde Ecuador, empujados por la crisis económica y la inseguridad. En este contexto, las redes de apoyo y solidaridad —esas que sostienen proyectos como el de Vanessa— se vuelven también espacios de resistencia.
Terán insiste en que la colaboración es lo que mantiene vivo a “Sucúa Haven”. “Siento que este trabajo se sostuvo con la colaboración de ellos. Siento el apoyo y creo que es porque les gusta el proyecto”. Por ética, recuerda al público, sus textos lo aclaran al principio y al final: “Se habla desde la memoria y la imaginación”.
Vanessa se define como artista, antropóloga visual y emigrante reciente. Vive en Canadá, en Montreal, donde cursa un doctorado en humanidades interdisciplinarias. “Por primera vez estoy pensando en no regresar al Ecuador”, confiesa. “Por cómo está la situación, por el futuro de mi carrera, por la delincuencia…”.
Ahora ella misma batalla con un idioma desconocido, el francés, y se siente tan extraña como alguna vez se sintieron las mujeres que conoció en Connecticut.
Compartir: