Jueves, 28 de marzo de 2024
Firmas

17 años

Rafael Lugo Naranjo

Rafael Lugo Naranjo

Abogado y escritor. Ha publicado varios libros, entre ellos Abraza la Oscuridad, la novela corta Veinte (Alfaguara), AL DENTE, una selección de artículos. La novela 7, además de la selección de artículos Las 50 sombras del Buey y la novela 207.

Actualizada:

15 Nov 2019 - 23:12

En 1989 se cayó el Muro de Berlín, pero yo vivía mucho más esclavizado por las hormonas y la urgencia de debutar en el arte de amar que los pobres países atrapados en la demencia soviética.

Por esas épocas los Hombres G cantaban “voy a pasármelo bien” y se supone que todo lo bueno podía pasar si te levantabas dando un salto mortal. Pero la parte de “te juro por mí mismo que no dormiré solo”, nunca pasó de ser un perjurio triste y con un poco de acné.

En ese mismo Quito, casi sin tráfico, casi sin sol, y cuyo mayor peligro parecía ser que el “Negro Willy” te quiera romper la jeta atrás de la Tribuna de los Shyris, apareció la leyenda urbana de que había mujeres de cuarenta años ¡40! Unas criaturas que frecuentaban un bar carísimo y exclusivo en pos de conocer chicos de 18 o de 20 para hacer el amor con ellos.

Entonces un día me fui con un amigo al “3:30”, en la Whymper. Ambos con 17 años y tratando de pasar por mayores (para que nos dejaran entrar y para que las señoras de 40 se enamoraran de nosotros, claro). Para aparentar más edad, creo que le dije a mi taita que me iría a una fiesta de 15, como para justificar que salía con terno y corbata.

Entramos sin problema. Subimos unas gradas. A la izquierda el bar y frente al bar la pista de baile. Nos sentamos en la barra. El Tom Collins costaba 4.500 sucres. Yo tenía 5.000. El pendejo de mi amigo nunca tenía plata. Pedí mi Tom Collins. Esperé a que llegaran las señoras de 40 a seducirme. Yo ya venía previamente seducido, así que les iba a resultar facilito.

Nunca llegaron. Me demoré unas dos horas tomando el Tom Collins, mientras con mi amigo mirábamos la pista de baile buscando damas a quienes acercarnos, pues parecía que ellas no iban a hacerlo por su cuenta. Mucha niña mona, pero ninguna sola, como dirían los Mecano.

Lo intentamos unas 5 veces. Siempre aterrorizados por el posible rechazo. Siempre infructuosamente y siempre un Tom Collins por noche. En mi defensa tengo que decir que mi permiso de ese entonces se agotaba a las 23:30 horas. Era difícil desplegar todo el arsenal teórico de enamoramiento que había leído en el libro “El Hombre Sensual”, que me regaló mi amigo Pato.

Entonces, hasta ir a dejar a mi amigo en su casa, en la calle Montes, y volver a la mía, en la Julio Zaldumbide, tenía que salir del “3:30” máximo a las once de la noche y volar en mi Mustang (fue oficialmente mío dos años más tarde), para llegar puntual. Por que eso sí, virgen, pero puntual.

La avenida Orellana a las once y quince de la noche de cualquier día de 1989 era una vacía pista de aterrizaje. El Mustang llegaba fácil a demasiados kilómetros por hora. En ese entonces usar cinturón de seguridad era tan mal visto como ahora decirle gordo a un gordo. Ni qué hablar de un air bag. Esos ni siquiera se habían inventado.

¿Por qué escribo todo esto? Estoy haciendo tiempo pues son casi la una y treinta de la mañana y mi hijo de 17 anda por ahí en una disco de la González Suárez. Pronto me llamará para ir a recogerlo. Es todo tan distinto y tan igual. Todo el miedo que él no tiene lo acumulo yo, que sé tantas cosas que él no. Quisiera decirle que enamorar a una señora de cuarenta o que te invite a pelear el “Negro Willy” hoy sería el menor de los riesgos.

Al final no me llamó para recogerlo, sino para decirme que viene en un Cabify. Me compartió su ubicación y veo un dibujito –que es mi hijo dentro de un auto- moverse en el mapa del celular, asegurándome su camino, pero nada más.

Era más fácil cuando yo tenía 17.

Las opiniones expresadas por los columnistas de PRIMICIAS en este espacio reflejan el pensamiento de sus autores, pero no nuestra posición.

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