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De la Vida Real

Adiós Don Alfonso, lo vamos a extrañar

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

08 may 2023 - 05:26

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Me acuerdo de que todas las mañanas, al despertarme para ir a la escuela, lo primero que veía era la mano de mi papá con un tabaco encendido; en la otra tenía una radio chiquita con una antenota, en la que oía el noticiero de Diego Oquendo en Radio Visión.

Y me preguntaba: 

-¡Tinita, ya es hora! ¿Te preparo café o leche con chocolate?

-Lo que quieras pá, pero el pan tostado.

Le respondía, mientras veía el humo del cigarrillo que quedaba como estela al amanecer. 

En la noche cenábamos las sobras del almuerzo y luego veíamos las noticias en el cuarto de mis papás.

Ellos en la cama y mi ñaño y yo en el suelo. Mi papi, con el tabaco en la mano, nos decía:

-Pongan en el ocho que ya empieza el noticiero.

Y uno de los dos hijos nos levantábamos a cambiar de canal.

Mi ñaño y yo peleábamos y mi papá, con tono enérgico, nos decía:

-Negritos, dejen oír, dejen oír.

Muchas veces no le hacíamos caso hasta que hablaba Don Alfonso. Ahí sabíamos que su palabra era sagrada y entonces el silencio reinaba en la habitación.

Así crecimos mi ñaño y yo. Los fines de semana lo primero que hacía mi papá era ir a comprar en Conocoto los tres periódicos impresos: El Universo, Hoy y El Comercio.

Desayunábamos en la cocina y luego mis papás se iban a la sala a leer cada página del diario. Nosotros hojeábamos La Pandilla y La Cometa, que eran las revistas infantiles de la época.

Y así llegamos a la adolescencia. La rutina de mis padres nunca cambió, pero la nuestra sí. Ya nos despertábamos solos, pero mi pá aún nos acompañaba a desayunar con un cigarrillo en la mano, y la voz de Diego Oquendo que, de esa radio chiquita, salía un poco distorsionada.

En las noches, mi hermano y yo ya no peleábamos ni nos levantábamos a cambiar el canal, porque llegó el control remoto que era propiedad absoluta de mi papi. Pero aún así veíamos las noticias juntos.

Y cuando había cadenas nacionales sabíamos que se anunciaría algo importante. Las cadenas eran solemnes y serias. Era un anuncio trascendental, no propaganda política.

Siempre en la casa alguien gritaba:

-¡Vengan a ver, hay cadena!

E íbamos, y esperábamos a ver qué decía después Don Alfonso. Sabíamos que ese era el punto final de algo realmente relevante.

Creo que no hace falta hacer un análisis de por qué estudié periodismo. En la universidad aprendí a fragmentar una noticia, a entender cómo se informa y qué se informa. Aprendí a tener referentes y, claro, Don Alfonso siempre estaba a la vanguardia.

Nunca hablé con él, aunque una vez hice fila para tomarme una selfie en la que los dos salimos feísimos.

Pero igual no siento la necesidad de haberlo conocido en persona, porque a través de la pantalla, en horario estelar, llegué a creer en él, a sentir indignación por las mismas causas que él y a aprender que la opinión de alguien importa cuando se expresa con respeto, con argumentos y un punto de vista fundamentado en hechos noticiosos.

Me casé con un periodista y la historia no ha cambiado mucho. Somos una familia tradicional y vemos los noticieros de la mañana y de la noche religiosamente.

Y claro, mis hijos están al tanto de lo que pasa en el país y el mundo. Porque a la hora de las noticias estamos todos en mi cuarto, sobre la cama, atentos.

Para mis guaguas Don Alfonso es parte de la familia. Cuando anunció su salida, la consternación llegó:

-¿Y ahora quién va a dar las noticias?

Nos preguntaban los hijos. No entendían cómo podía haber noticieros sin él.

El primero de mayo, cuando Don Alfonso se despidió para siempre, todos lloramos, todos esperamos ansiosos su despedida final.

El Pacaí, mi hijo mayor, llamó al abuelo para que no se perdiera el momento histórico:

-Abuelo, es un acontecimiento tan importante como cuando el hombre llegó a la luna. Mi mamá llora, mi ñaño no se despega de la tele, y la ñaña está preocupada por saber quiénes son las personas que le mandan los mensajes, y mi papá está pegado al Twitter leyendo reacciones. ¿Abuelo, me oyes?

-Sí, negrito, sí te oigo, pero cállate un ratito que quiero oír qué dicen. Te llamo después.

-Pacaí, ¿qué dijo el abuelo? 

-No pudo ni hablar de lo impresionado que está, má.

Siento que con la salida de Don Alfonso fuimos testigos del final de una era. El final de un buen periodismo. El final de esos encuentros en familia viendo noticias. 

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