Jueves, 18 de abril de 2024
Firmas

¡Tierra a las vistas!

Rafael Lugo Naranjo

Rafael Lugo Naranjo

Abogado y escritor. Ha publicado varios libros, entre ellos Abraza la Oscuridad, la novela corta Veinte (Alfaguara), AL DENTE, una selección de artículos. La novela 7, además de la selección de artículos Las 50 sombras del Buey y la novela 207.

Actualizada:

17 Oct 2020 - 19:00

A mí no me parece que Rodrigo de Triana, ese chismoso, esté pasando de agache en todo este populista follón de andar reclamándoles a las estatuas por la vida que tenemos.

Esa imagen de héroe con ojos de águila, barba tupida y carente de vértigo, que desde lo más alto del palo mayor devolvió el color a don Cristóbal anunciando que encontraron una playa, no debe llevarnos a engaño.

Lo primero que debemos analizar es el por qué Rodrigo de Triana estaba donde estaba. Esa canasta sujeta en lo alto del palo mayor se llama Carajo. Al Carajo iban castigados los marineros revoltosos.

En otras palabras, Triana alguna cagada debe haberse mandado para que el capitán de la Pinta, Martín Alonso Pinzón (ya voy a buscar su calle para que vayan a picar el asfalto), lo haya sentenciado enviándole para el Carajo.

Con la ventaja de estar ahí arriba, el marinero sevillano logró ver una isla que el aliviado Colón -que justo venía de rezarle hasta al Capitán Nemo y a la Virgen del Buen Viaje- bautizó con toda sinceridad como “San Salvador”.

Segundo, ni siquiera se llamaba Rodrigo de Triana, sino Juan Rodríguez (no vayan a tumbar los platanes de la Juan Rodríguez, que es otro Juan Rodríguez).

Aparentemente Colón tenía una letra de mierda y su diario, que entregó a los Reyes Curuchupas, fue difícil de transcribir. ¿Qué nomás no le habrá malentendido el escribano? Capaz sí llegó a la India y estamos enojados de gana. En fin.

Además de indisciplinado y de usar seudónimos, machista. El muy bellaco aceptó participar en una actividad profesional en la que se creía que llevar mujeres en un barco era de mala suerte. Ah, pero para usar los fondos de la Reina Chabela, ahí sí. En fin, la hipocresía.

Otrito que está navegando con bandera de pendejo en nuestro revisionismo histórico es Martín Alonso Pinzón. Las crónicas señalan que cuando ya se le habían virado todos a Cristóbal Colón e iban a dar vuelta en U, Martín Alonso se puso terco y logró que siguieran buscando a las Indias. (Yo tenía un amigo así. Así de terco, o sea).

Miren ustedes, nunca falta el optimista con complejo de coach que termina cambiando el rumbo de la historia evitando que se cambie el rumbo de los barcos.

Pensándolo bien, más latas de pintura hay que invertir en la estatua de Martín Alonso, que en la de Rodrigo de Triana. De no ser por este comedido, todos los mestizos del Ecuador nos hubiéramos salvado de nacer, incluidos el Iza, el Vargas y el Pérez.

He dejado por un momento la redacción de este texto antropológico, pues he puesto mi curiosidad a buscar estatuas de estos dos marineros y no las localicé. Entonces se me ha ocurrido que deberíamos construirlas y colocarlas en la mitad de las Ruinas de Ingapirca.

La idea de instalar los monumentos ahí, básicamente, es para ahorrar el pasaje del tour del fuego y así poder matar dos pájaros de un tiro.

Coherentes como somos todos los que odiamos a los invasores y genocidas, deberemos aprovechar el viaje a Cañar, almorzar chiviles con café en Suscal, y de ahí dirigirnos orgullosos, soberanos y con el ceño fruncido, a derrocar ese par de estatuas -recientemente inauguradas- junto con las ruinas de Ingapirca, que es una edificación construida por esos horribles sureños incas criminales colonialistas, después de que arrasaron con los Cañaris en su paso a la conquista del resto del territorio de la desgracia.

Las opiniones expresadas por los columnistas de PRIMICIAS en este espacio reflejan el pensamiento de sus autores, pero no nuestra posición.

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