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Una Habitación Propia

Los muertos de otros

Maria Fernanda Ampuero

María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.

Actualizada:

14 may 2020 - 19:00

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Toda mi vida he odiado lo que los españoles llaman buenrollismo, es decir, esa obsesión con la buena onda, el espíritu positivo y el “empieza el día con una sonrisa”. 

Yo soy un murciélago, un cuervo, en el mejor de los casos una piraña. Soy los dos viejos cascarrabias de los Muppets y el joven Werther, el desencantado y triste ser del que escribió Goethe.   

Les digo la verdad: siempre me ha espantado más una persona que insiste en verle el lado bueno a todo que los emos espirituales, hermanitos de pesadumbre, que pase lo que pase ven el vaso siempre vacío y lo lloran.  

No es posible, creo, vivir absolutamente todo con optimismo y no estar un poco –o muy– mal de la cabeza. 

En estos ya dos meses de encierro las redes sociales se han llenado de mensajes positivos, buenrollistas, que a mí más que tranquilizarme me llenan de espanto. 

Eslóganes como de taza de San Valentín se repiten por todos lados y esas frases vacías y almibaradas generan en mí un resultado muy diferente a su cometido. Todo ese romanticismo de "juntos podemos", "ya falta poco", "mantengamos viva la esperanza”, “disfruta de este tiempo para ti”, me hacen sentir mal por sentirme mal.

Mientras la gente positiva se tonifica y aprende a hacer bonsáis, yo me quedo en posición fetal en mi cama maldiciéndome por no ser capaz ni de descargarme una maldita app para hacer ejercicios. Ya no digamos hacer esos ejercicios. 

Me siento una basura por mi inmovilidad y mi falta de eficiencia ante la crisis. 

Corrijo: me hacen sentir una basura. 

Aprovecha, dicen. Siéntete agradecida, repiten. Eres una privilegiada, sentencian. Piensa cuánta gente la está pasando peor que tú, recuerdan. Tú tienes que elevar las palmas, dar cantos de aleluya y estar alegre y en paz. 

Ríe, ríe: te ganaste la lotería de la cuarentena. 

Pareciera que no hay más opciones, ¿no? Si no te has muerto, si nadie de tu familia ha muerto, no te mereces la tristeza, no puedes hundirte en la depresión, no tienes absolutamente nada por qué llorar.  

Pues he aquí una que se rebela contra la policía de la buena onda. He aquí una anarquista del “juntos saldremos de esta”. He aquí, señores, una desertora de la alegría. 

No sé si saldremos de esta ni cómo lo haremos. Comparto la desesperación ante el día de mañana de los pequeños empresarios, de los obreros, de los camareros, de los trabajadores, de todos los que no tienen ahorros. 

En mi parálisis y en mi terror está el de todos los artistas que no saben cómo diablos pagarán el alquiler de junio. 

Tengo miedo cada día a cada rato de cada cosa. El futuro se me asoma en las pesadillas con la forma de un monstruo que me persigue. La casa se me cae encima cada tarde y cuando el cielo de Quito rompe a llover con desesperación yo también lo hago.

No me digan, por favor, que no tengo derecho a sentirme así porque los que de verdad están de duelo son las viudas y los huérfanos. Yo también me he muerto tanto. Me muero cada día con cada pérdida. 

Los muertos de otros son también mis muertos.

Y tengo derecho a este luto que no acaba.

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