Sábado, 20 de abril de 2024
Firmas

Los sueños

Rafael Lugo Naranjo

Rafael Lugo Naranjo

Abogado y escritor. Ha publicado varios libros, entre ellos Abraza la Oscuridad, la novela corta Veinte (Alfaguara), AL DENTE, una selección de artículos. La novela 7, además de la selección de artículos Las 50 sombras del Buey y la novela 207.

Actualizada:

11 Abr 2020 - 19:00

(Dedicado a la Gloriosa 2020)

¿Debe un joven de 17 o 18 años tener los mismos sueños que sus padres? ¿Las mismas formas de ser feliz, de alegrarse, de entender la rebeldía? ¿Las mismas metas, prioridades, horas de no dormir?¿Los mismos motivos para llorar?

No, ojalá que no. Por eso, aunque la primera reacción sea sostenerse en el pragmatismo de lo que los adultos tenemos por "verdaderamente importante" para enfrentar lo que les ocurre y consolarlos ante la situación mundial que les ha dejado sin los mejores, más emotivos, y finales meses de su vida colegial y su graduación de bachilleres, no voy a caer en eso.

La muerte es la mayor tragedia, pero no significa que no existan tristezas menores y diferentes pero intensas. Es demasiado fácil poner a la muerte sobre la mesa para minimizar lo que les duele. 

Es lógico, y racional, pero cobarde. El pragmatismo que quede para los que ya no podemos cantar de alegría.

Vivimos en la época en la que tenemos un púlpito desde el cual pretendemos (unos más que otros) dictar los mandamientos de lo que consideramos adecuado, importante, y aceptable. Ese púlpito, cuando se trata de alcanzar a aquellos que no son parte del círculo cercano, son las redes sociales.

Y entonces, entre todas las cosas que uno se encuentra flotando en ente éter que casi nadie sabe como funciona, pero que igual usamos con suma facilidad, leemos sobre la forma "correcta" de sufrir, sobre cómo debemos enterrar a nuestros muertos, sobre cómo debemos llorar las tragedias, sobre cómo debemos celebrar la fortuna, sobre cómo ayudar, sobre si está bien que tengas un jardín, un momento de optimismo, un instante de cinismo, o una chispa de alegría.

Otros, muy lejanos y ajenos, se toman la molestia de definir por nosotros lo que es importante, verdaderamente importante. ¿Mas, qué importa lo que opine un ser que realmente no existe?

Estamos viviendo una pandemia dentro de una pandemia, dentro de otra. Como una muñeca rusa, pero al estilo de la famosa Annabelle. Pues además de la miseria y el luto nos toca esperar que algún comedido salga a definirnos lo que debemos entender y sentir por miseria y por luto. ¡Basura! El que quiera llorar que llore. 

Entonces, queridos hijos, ante lo que nos está pasando, ante la imposibilidad de solucionar las cosas y volverlas al estado donde todo estaba perfecto, ante la triste resignación de los que no podemos hacer nada para darles una mano y curarles las heridas con todo el amor del universo, y ante la ausencia absoluta de una verdad que responda la pregunta ¿por qué a nosotros?, hay que liberar el corazón y que fluya por los ojos y las gargantas. 

Llorar con ganas porque uno tiene derecho a sentir los ojos derramarse cuando pierde un largo momento de alegría desbordante junto a los amigos.

Y porque cuando las ilusiones se quiebran, sería muy cínico no doblarse para sentir ese dolor que te talla como el cincel da forma a un trozo de mármol. Porque justo ahora no es el momento para entender que esos trozos que se cincelan del alma y que caen como polvo en el piso son aprendizajes y el nacimiento de la madurez. Esas son cosas que se ven después. 

Voy a dejarles con el llanto y haré lo posible por consolarlos. Eso es lo único que puede hacer un padre ante un dolor que a veces es necesario. Me he acordado de la dolorosa vacuna triple. Un bebé ahogado en lamentos, unos padres apenados que no serían tan dementes de quejarse por esos quejidos, pues a ellos, a los adultos únicamente, correspondía la obligación de entender que este quebranto sería muy útil en el futuro. Pero no al hijo, a él no le ibas a decir: “¡no llores carajo, que es para que no enfermes de tétano, difteria y tosferina!” 

Insisto, no quiero que se pongan a medir las cosas como las medimos los viejos. Todas las lágrimas por no abrazarse danzando con los amigos son muy merecidas, porque esos amigos merecen ser echados en falta. No es injusto, ni tampoco iluso, y menos aún superficial, sentir tristeza por no festejar con quienes conoces y quieres desde los 4 años. El que no aprende a querer desde chiquito, no podrá querer de mayor. Y eso se nota.

Así que bienvenida esta etapa que se define como la (¿primera?) gran decepción. Los eventos y días que no se puedan recuperar serán reemplazados en el tiempo, y los que sí se puedan realizar en otras fechas se disfrutarán incluso con mucha más alegría, más profundidad y más comprensión.

Y ahí tendrán ya su primer aprendizaje. 

Las opiniones expresadas por los columnistas de PRIMICIAS en este espacio reflejan el pensamiento de sus autores, pero no nuestra posición.

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