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Una Habitación Propia

La madrastra es el padrastro

Maria Fernanda Ampuero

María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.

Actualizada:

08 ago 2020 - 19:00

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Mirando al espejo mágico el Escritor preguntaba: espejito, espejito, ¿quién es el mejor escritor del reino? Y el espejo le respondía, obediente como un público: tú, señor, eres tú. 

El Escritor hacía esta pregunta varias veces al día y, una vez saciada su hambre de adoración con la respuesta, volvía a su escritorio a empezar una nueva novela sobre el reino y sus habitantes que, otra vez, sería la mejor, la más brillante, la más vendida, la única legible en ese reino de mamarrachadas impresas. 

A veces, el Escritor se reunía con otros escritores, sobre todo los más jóvenes, para escuchar de ellos también la única respuesta posible sobre el gran talento literario del reino: tú, señor, eres tú. De esa orgía de autoafirmación y vanidad el Escritor emergía con la piel brillante y los ojos melosos, excitado de sí mismo: yo, señor, soy yo. 

El Escritor era entonces pura masculinidad enhiesta: un escrotor. 

Bañado por las babas de sus seguidores, el Escritor sonreía y se permitía la vulgaridad de preguntar por las mujeres escritoras: le daban risa como esos caniches a los que les han puesto un tutú y les han enseñado unas piruetas. Un caniche con tutú, pensaba el Escritor, siempre será un perro haciendo gracias aunque haga lo que hacen las bailarinas.

Una mañana normal, sin presagios, el Escritor se levantó como siempre: feliz de ser él mismo y, así como otros hojean el periódico, él se acercó al espejo a preguntar lo de siempre. Esta vez, sin embargo, la respuesta del espejo fue otro nombre, otra persona, otro género. 

No sólo no era él, ¡era una mujer! 

El Escritor soltó una carcajada pensando que el espejo estaba bromeando. Debe ser el Día de los Inocentes, se dijo, y volvió a hacer la pregunta. El espejo, un artefacto incapaz de practicar la falsedad o el humor, repitió el nombre y esta vez le añadió otros más.  

No sólo no era él: era un grupo de mujeres. 

El Escritor convocó de urgencia a su club de fans y ellos intentaron alimentar la egolatría con toneladas de halagos que, como las burbujas que hacen los niños, se rompían al tocar el suelo. El Escritor, monstruosamente ofendido, verde y tembloroso de los celos, salió al mercado y compró docenas de manzanas. Las más rojas, las más jugosas, las más apetecibles. Luego compró jeringuillas y veneno, mucho veneno.

Las empaquetó y las envió a las Escritoras. 

Ellas, sin embargo, no las probaron porque, mujeres como eran, sabían que la manzana es una fruta que, desde aquello de Eva, trae muchas complicaciones.

Y siguieron escribiendo sus cosas sin pensar en el Escritor que, enloquecido de la envidia, se convirtió en el anciano loco del reino, un hazmerreír. 

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