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De la Vida Real

Un misterio que me dio pereza explicar

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

06 nov 2023 - 05:46

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Hace dos semanas, me enteré de que la mamá de un amigo había muerto. Era una señora a la que yo quería entrañablemente. Como ella decía, "Somos amigas a pesar de la distancia entre generaciones". Lo que nos unía era el cariño. Cuando me enteré de su fallecimiento, sentí una pena infinita –a pesar de que el cáncer ya nos había avisado que no le daría más de ocho meses de vida–.

Estaba enferma y no pude asistir a su funeral, pero le prometí visitar a su marido un día entre semana. Las promesas se cumplen, y no podía llegar con las manos vacías.

Me organicé para ir a Quito el miércoles pasado. En Conocoto venden en un camión las mejores flores del mundo. Además, dan opciones de precio, variedad y calidad.

Ese día le grité a la señora Carmen: "¡Un ramo de girasoles, por favor!" Me entregó unos con tallos de un metro y que pesaban unos tres kilos en hojas. El intercambio entre producto, dinero y saludos no puede durar más de 15 segundos, porque los carros de atrás empiezan a pitar. Eso me pone nerviosa. A la velocidad de un rayo, la señora metió esos girasoles XXL por la ventana.

Entonces pensé: voy a la oficina, les corto los tallos y les quito las hojas. Total, las flores están lindas. Al llegar a la oficina, me dio vergüenza subir con los girasoles y replanteé mi plan: voy, cojo un cuchillo, lo meto en la cartera y asunto resuelto. Corto los tallos en el carro.

Eso fue lo que hice. El conserje, Don Vicente, que es mi amigo, me ayudó a sostener las flores y dejar lindo el ramo. Guardé el cuchillo en la cartera.

Fui a la visita. El papá de mi amigo me recibió y puso los girasoles en un lindo florero de cristal. De verdad que quedaron cortadas a la medida.

Luego de unas horas, llegué a casa tristísima, me acosté en la cama y me quedé profundamente dormida. En eso, mi hijo Rodri me despertó consternado: "Mami, ¿por qué hay un cuchillo en tu cartera?". Me dio pereza explicarle y le dije: "Rey, déjalo ahí".

Mis tres hijos hurgaban mi cartera y hablaban sobre el misterio del cuchillo.

En la mañana siguiente, mi marido me preguntó si tenía cinco dólares. Le dije que viera en mi billetera. Nunca supe si cogió o no la plata. Solo me gritó: "¿¡Chi, por qué hay un cuchillo de sierra gigante en tu cartera!?" Me dio tanta pereza explicarle, que le dije: "Es de la oficina. Déjalo nomás. Mañana lo voy a devolver”.

Pero ese "mañana" nunca llegó, porque era feriado y nos fuimos a la playa. Tampoco me acordé de sacar el cuchillo de la cartera.

Hicimos una parada corta en la casa de mi hermano en La Concordia, y él me pidió un poco de bloqueador. Le dije que buscara en mi cartera, y me gritó: "¡Oiga, Valenta!, ¿por qué tiene un cuchillo?"

Y mis sobrinos preguntaron: "Tía, ¿por qué tienes un cuchillo en la cartera?" Les confieso, queridos lectores, que me daba tanta pereza explicar a todos algo tan simple, que a nadie le debería importar. Solo dije: "Dejen ahí el cuchillo".

Seguimos el viaje. Estábamos rumbo a Esmeraldas. Pasando por Quinindé, nos hicieron control militar. En los feriados son más estrictos estos controles. Nos pidieron que nos bajemos del auto, y un militar rebuscó en mi cartera y sacó el cuchillo.

Y dijo: "Señora, ¿qué hace un arma blanca en su cartera?".

A lo que respondí: "Jefe, ¿con qué quiere que pele el pescado para el almuerzo?" Mis hijos se miraban entre sí. La Amalia, mi hija, le dijo a su hermano mayor: "Eso es mentira, mi mami nunca en su vida ha pelado un pescado. ¿Tú sabes por qué tiene un cuchillo tan grande en la cartera?" A lo que el Pacaí respondió: "No, Amalia, es un misterio que debemos responder", y la Amalia se puso a llorar tan dramáticamente: “¡Nos van a meter presos!”

El militar –con cuchillo en mano– me pidió que diera declaraciones de por qué estaba el cuchillo en la cartera. "Verá, jefe, al salir de la casa, me olvidé de guardar el cuchillo en la maleta y por eso lo metí en la cartera. Cosas que una hace por instinto", le dije.

Nos dejaron libres, pero nos confiscaron el cuchillo, que según ellos era un arma blanca. Ahora debo comprar uno para reponer a la oficina.

Mi marido arrancó el carro y me dijo: "¿Ahora sí me explicas?" A lo cual respondí: "Qué pereza contar la verdad”. Este misterio está mejor que un cuento de Agatha Christie.

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