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Una Habitación Propia

La muerte de un hombre bueno

Maria Fernanda Ampuero

María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.

Actualizada:

02 abr 2020 - 19:00

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Cuando un hombre bueno muere la memoria de los que lo amaron se llenan de diapositivas de sus mejores momentos. Es como si, de pronto, toda la luz que dieron en vida se proyectara sobre el mundo, embelleciéndolo. 

Lucho era un hombre bueno, uno de los mejores entre los buenos, un compinche para el bien. 

Por Lucho, hace casi veinte años, tuve mi primera computadora portátil, mía y solo mía, y en ella he escrito las millones de palabras que me han llevado a las de hoy, a estas que escribo torpemente, atontada de tristeza y soledad, desesperada por el abrazo. 

Tal vez no sería lo que soy si él no me hubiese ayudado a conseguir el instrumento, el medio, teclado y pantalla: mi vida. Tengo la impresión de que sabía, más que cualquier persona, más que yo misma, que esto, escribir, iba a ser mi oficio, mi pasión entera.

Los hombres buenos tienen un sexto sentido. Los hombres buenos ayudan a los jóvenes a cumplir sus sueños. Los hombres buenos dan a manos llenas y siempre tienen más.  

Cada vez que yo volvía a Guayaquil él me comentaba alguna entrevista, algún reportaje, algún texto mío. Los leía, los recordaba, los guardaba. Los hombres buenos se enorgullecen de los triunfos de los amigos de sus hijos como si fueran propios. Como si fuéramos, digo, hijos suyos también. 

Pero no era eso tan hermoso, querer a los ajenos como a los propios, lo que más me gustaba de él. No. Era su humor, un humor distinto al de cualquiera. Un humor rápido, ácido, inteligente, de generar carcajadas sin que se le moviera un pelo. Era su cara al decir el chiste más salvaje –inalterable, grave– lo que nos hacía gozar como niños ante un mago.

Todos lo queríamos, lo queríamos tantísimo: el arisco, la peculiar, la emigrante, el ocasional, el distante, la tímida. No hay uno solo de los amigos de sus hijos que no haya sentido esta asfixia que siento yo al saber que él ya no está en el mundo. 

No hay uno solo de nosotros que no esté llorándolo en su encierro. Decenas de ventanas tras las cuales se escucha el mismo llanto por el mismo hombre bueno. 

Lucho era, ahora lo entiendo, nuestro amigo también.

Cuando un hombre bueno muere merece que todos los que lo quisieron se despidan de él. Merece flores, cantos, llantos, abrazos, rezos, palabras. Merece que el amor de su comunidad, de su tribu, de su familia, se manifieste a través del tan humano ritual de decir adiós a los muertos. 

Los hombres buenos no merecen irse de aquí sin que les den las gracias y les deseen buen viaje. 

Pero esta plaga es indolente y no distingue, no recuerda, no sabe que Lucho era un hombre bueno y que no es justo que sus hijos –me incluyo– y los hijos de sus hijos no puedan darle una despedida a la medida de su grandeza. 

Esto, mi adorado Lucho, escribirte a solas, encerrada en mi casa, sin poder abrazar a tu hija que es mi hermana y es mi madre y es mi amiga, es lo único que puedo hacer para despedirte. 

Esto y, por supuesto, nunca olvidarme del ejemplo de tu vida: haz reír, haz pensar, haz que valga la pena estar a tu alrededor, haz que cuando mueras te recuerden lleno de luz, embelleciendo el mundo. 

Gracias por todo.   

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