Miércoles, 17 de abril de 2024
Una Habitación Propia

Un niño, un helado, una bala

Maria Fernanda Ampuero

Maria Fernanda Ampuero

María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.

Actualizada:

21 Oct 2021 - 19:00

¿Cuando la bala le atravesó el corazón, seguiría pensando en el sabor de helado que iba a pedir?

¿Qué sabor era? ¿Chocolate, chicle, vainilla con galletas? ¿En vaso o en cono? ¿Con crema por encima? ¿Doble, sencillo?

¿Qué imaginó esa mañana? ¿Jugó? ¿Hizo deberes? ¿Durmió hasta tarde? ¿Vio televisión?

¿Qué iba a pedir para Navidad? ¿Estaba preocupado por sus notas? ¿El helado era un premio por lo bien que se portaba?

Cuando un niño muere así dudamos aún más de un dios de amor.

¿Qué dios permite que un niño que va a tomar un helado muera así, de una bala en el corazón?

Lo del pequeño de la heladería es un alarido en una ciudad de gritos: Guayaquil o, mejor dicho, GuayaKILL, la ciudad que mata.

La inseguridad regresa a los guayaquileños al confinamiento. Uno tan feroz como el de la pandemia: puedes salir a tomar un helado o a depositar un dinero o a tomar un café y no volver a casa.

Hay miedo, pero sobre todo hay impotencia. La ciudad no nos pertenece, la ciudad es de otros, de ellos, de los delincuentes.

He escuchado y leído sobre pena de muerte y legalización del porte de armas. He escuchado y leído sobre penas más duras, a pesar de que el sistema carcelario de la ciudad es un fracaso absoluto y la Penitenciaría del Litoral probablemente sea uno de los lugares más peligrosos del mundo.

¿Qué hacer ante la epidemia de violencia en Guayaquil?

Todo el mundo cree tener una respuesta y, en verdad, ninguno la tiene. Se le exige al Presidente que actúe contra la delincuencia cuando, en realidad, deberíamos pensar en el origen de esa delincuencia.

¿Dónde y cómo crecen esos hombres armados que van a robar a una heladería llena de familias, de niños y niñas?

¿Fueron a la escuela? ¿Alguien los trató con ternura? ¿Tuvieron la oportunidad de ser otra cosa que ladrones, que asesinos?

¿Un dios de amor los sostuvo entre sus brazos cuando lloraban de miedo?

Cuando algún guayaquileño triunfa sentimos que su triunfo es un poco nuestro, pero cuando un guayaquileño se convierte en ladrón y asesino no nos pasa lo mismo: atribuimos su violencia a algo en lo que no tenemos nada que ver.

¿Un dios de amor los sostuvo entre sus brazos cuando lloraban de miedo?

Tenemos que ver. Tenemos absolutamente que ver.

Vivimos en una ciudad cruel: los privilegiados tenemos derecho a educación y salud de primer nivel, a verdor, a flores, a protección privada, a acceso a la universidad, a sueldos que permiten comer, viajar, comprar, vestir, manejar carros último modelo y, sobre todo, a no vivir al día, a soñar.

La crueldad de Guayaquil es casi nauseabunda: todo lo que colapsa es debido a la desigualdad.

No nos importan los pobres, no nos importan los que no van a la escuela, no nos importan quienes piden en la calle, no nos importan los inmigrantes, no nos importan los barrios periféricos, no nos importa el dolor de los niños sin juguetes, de los hijos de madres solteras que tienen que trabajar todo el día y toda la noche, de los que lo único que conocen es el golpe, los golpes, de la vida.

En la infancia se gestan los guayaquileños que triunfan y los guayaquileños que roban. Ni uno ni otro eligió dónde nacer.

Sin embargo, crecieron de forma tan distinta que parecería que nacieron en diferentes ciudades. La dulzura y la compasión se aprenden recibiendo dulzura y compasión. Los valores se aprenden viendo a otros actuar con valores.

En la infancia se gestan los guayaquileños que triunfan y los guayaquileños que roban.

Los delincuentes no son seres de generación espontánea, no aparecen de pronto en la calle a los treinta años con una pistola en el pantalón: son hijos de la ciudad como lo es usted y lo soy yo.

Crecieron a pocos kilómetros de sus hijos y, sin embargo, no tuvieron ni una de las oportunidades que ellos tuvieron.

Crecer entre ferocidad te vuelve feroz.  

Crecer con hambre te vuelve rencoroso.

Crecer a golpes te vuelve vengativo.

Un niño murió en una heladería de un tiro en el corazón que nos destrozó a todos. ¿Quién lo mató? ¿Alguien que nunca tuvo un papá que lo llevara a comprar helado? ¿Alguien que nunca importó, que sigue sin importar?

No le quito horror al crimen bárbaro, solo invito a pensar en los niños que luego se convertirán en asesinos, ladrones, sicarios, monstruos.

¿Nos hacemos responsables por ellos o nada más pedimos que los maten cuando es demasiado tarde?

Si no miramos a la infancia, si no pensamos en los pequeños y pequeñas abandonados a su suerte, seguiremos muriendo poco a poco cuando nos llegue la noticia devastadora de un niño, un helado, una bala.

Las opiniones expresadas por los columnistas de PRIMICIAS en este espacio reflejan el pensamiento de sus autores, pero no nuestra posición.

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