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Rafah: un dolor inefable; una racionalidad inválida

Azahara Palomeque, El País

 Escritora y doctora en estudios culturales por la Universidad de Princeton. Su último libro es Vivir peor que nuestros padres (Anagrama).

Actualizada:

01 jun 2024 - 05:54

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Si este texto se hubiera podido escribir con llanto lo habría hecho así. O con polvo de uñas rotas, o con ceniza de chabola calcinada habría compuesto una mancha viscosa e ilegible, babeante de dolor, para significar la matanza que hemos contemplado en videos virales de refugiados palestinos en un campo de Rafah.

El lenguaje, aunque también construye realidades, presenta limitaciones ostensibles que tienen que ver con la memoria y el uso, los paradigmas sociales que transmite y, asimismo, lo que oculta. El caso de la masacre perpetrada por Israel en una zona considerada segura, a una hora en que la mayoría de estos desplazados, incluyendo gran cantidad de niños, se encontraban dormidos, martillea toda conciencia forjada por décadas de socialización en los derechos humanos, y no solo viola la legalidad internacional, sino que retuerce los pulsos y hace que la respiración del voyeur que somos frente a las pantallas salga por los conductos como lava de un volcán, si es que acaso nos queda moral. Un clic, un retuit, apenas unos segundos hasta volver a nuestros asuntos, pero imaginemos que la vivimos ralentizada en plano fijo, como aquella película de Gaspar Noé, Irreversible (2002), donde se mostraba una violación sin mover el objetivo, transformándonos en testigos directos y cómplices de la brutalidad. Entonces, el lenguaje sólo apela a su evocación táctil, visual, al vómito o a los espasmos, porque la frase coherente se ha esfumado.

  • El regreso de los sonámbulos

Hemos visto en redes sociales imágenes de menores quemados y a un niño decapitado. Si logramos establecer distancia de la visceralidad, entenderemos que quizá sea una farsa el orden mundial, con instituciones como el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, cuyas órdenes no se cumplen, y la sumisión global a grandes potencias nucleares, a pesar de los innumerables compromisos históricos por abandonar la proliferación de armas capaces de destruir la existencia humana sobre el planeta. Al final, era todo mentira. Europa continúa su carrera armamentística al servicio de un aliado, Estados Unidos, que pronto podría mudar el rumbo de la geopolítica actual si Donald Trump regresa a la Casa Blanca, pero que tampoco salvaguarda los preceptos de la ONU bajo el cetro de Joe Biden, a quien no parece importar su caída en popularidad debido a la gestión necrófila que está efectuando del conflicto en Gaza. Ni con las principales universidades del país soliviantadas en protestas el presidente estadounidense reacciona, ni con arrestos a profesores que han denunciado el genocidio, ni con anuncios como el de España, Irlanda y Noruega de reconocer el Estado palestino. Como las palabras se han tornado no solo insuficientes sino falaces, la masacre prosigue su andadura impasible, a veces recurriendo al antisemitismo como coartada, desmereciendo lo que este guarda de racismo y el componente racista de los ataques sobre Rafah y, en general, los más de 35.000 cadáveres palestinos creados desde octubre.

Tampoco el futuro asegura ningún tipo de reparación, y esto es un hecho del que debemos ser conscientes. La historia magistra vitae, que proclamaba Cicerón, aquella que Fidel Castro invocó para ser absuelto. El karma o la creencia popular en una suerte de compensación por venir que revierta la barbarie de hoy no guardan cabida dentro de un sistema complejo, pero de singladura firme hacia la autodestrucción.

Así, un mundo que ha aceptado activa o pasivamente destruir ecosistemas y abrazar la muerte o la explotación del débil como regla fundamental que posibilite el juego; donde la legalidad vigente es, en muchos casos, papel mojado; un mundo que se insiste regido por patrones colonialistas y cede la soberanía de sus Estados a dinámicas de mercado no hallará redención posible mientras las normas que lo configuran permanezcan intactas. A saber, si se clausura el futuro en ciertos ámbitos, ese tiempo de sanación y equilibrio posterior no brotará por los resquicios de otros derroteros, por lo que el ciudadano común tal vez se plantee de qué sirve el tinglado discursivo montado, por qué un aliado se empeña en financiar semejante carnicería, y cuánta infancia —epítome de ese futuro ausente— va a ser desmembrada dentro de nuestros teléfonos, a golpe de algoritmo y bombardeo. Fue una experiencia similar, dos guerras mundiales y una civil, la que condujo a María Zambrano a teorizar su razón poética, ya que la racionalidad filosófica occidental se había quedado huérfana delante de tanta conmoción. En la poesía, ese lenguaje que solo finge lo que de veras siente —según Fernando Pessoa—, que no miente ni eleva templos para luego demolerlos, se refugiaban la compasión, la piedad y ese desgarro que nos provoca percibir una crueldad indómita arrojada sobre los cuerpos de gente inocente.

Sueño con un Tribunal Internacional Lírico cuyo plantel de juezas esté compuesto por las mujeres más desposeídas y humilladas; una Declaración de Versos que sustituya cuanto alberga de inhumano la impunidad legislativa; una Ilustración radicalmente ética allá donde la hegemonía ha vaciado de contenido nuestras instituciones. Solo de esta forma, pensaría Zambrano, podría agrietarse el búnker de sufrimiento masivo que ha venido a impregnar nuestras supuestas sociedades racionales hasta dejarnos sin habla.

Artículo publicado el 28 de mayo de 2024 en El País, de PRISA MEDIA. Lea el contenido completo aquí. PRIMICIAS reproduce este contenido con autorización de PRISA MEDIA

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