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Una Habitación Propia

Persona del año

Maria Fernanda Ampuero

María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.

Actualizada:

17 sep 2020 - 18:59

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Este 2020 tan apocalíptico y surreal no puede tener otra persona como héroe que el trabajador de la salud. 

En los días de pesadilla que se sucedieron –y se suceden- en todo el planeta los únicos que han estado ahí veinticuatro horas, siete días a la semana, han sido ellos: médicos, paramédicos, enfermeros, estudiantes en prácticas.

Todas nuestras profesiones se demostraron irrelevantes y absurdas: ellos son los necesarios. 

Sé de mucha gente que no estaría ahora con nosotros si no fuera por la atención rápida y efectiva de un profesional de la medicina. A ellos les debemos que hoy no estemos muertos o llorando muertos. 

A ellos les debemos, entonces, la vida. 

Uso la palabra debemos con toda la intención. No es posible que en los momentos que estamos viviendo haya algo, cualquier cosa, más importante que retribuir el trabajo de los médicos. 

Con aplausos y homenajes –aunque se los merecen todos– ni ellos ni sus familias comen o pagan el alquiler. No es posible, insisto, que no le paguemos el sueldo a los que nos salvaron –y nos salvan– la vida en esta pandemia espantosa.  

Si lo cuentas en otros países nadie te lo creería: ¿cómo que no hay plata para pagar al trabajador de la medicina pública, el héroe de nuestros días, el personaje del año? ¿Cómo que se indignan de que salgan a protestar y no se indignan porque ellos y ellas no están recibiendo su salario?  

Todos vimos las imágenes de esos hombres y mujeres devastados de cansancio y angustia, con heridas en la cara del uso tan prolongado de la mascarilla, atendiendo a gente –su gente y mi gente– agónica, boqueando como peces moribundos. 

Todos lloramos con ellos y por ellos.

Y ahora, ¿no nos importa que no les paguen?   

Patria, tierra malvada, Ecuador es feroz con casi todos sus ciudadanos. Los que llegan al poder, cualquier podersucho, roban a conciencia y con constancia, como si robar fuera el trabajo para el que los contrataron. La plata que nos cuesta ganar a los contribuyentes se va quién sabe por dónde a qué cuentas de banco privadas. 

Con esos billetes se va también nuestra alegría y nuestra fe en este país. Casi se podría decir que nos hemos acostumbrado a bregar solos y solas, a que esa gente que está en la Asamblea, Carondelet, los municipios y toda casa de poder tenemos que soportarla por mantener una apariencia de gobernabilidad, pero sabemos que nunca, jamás, van a hacer algo por nuestro bien. 

Estamos solos. 

El ecuatoriano es un ciudadano dejado a la buena de dios (¿no será la mala?) que cada cierto tiempo elige otro montón de ladrones para que reemplacen a los anteriores y cada cierto tiempo, desesperado, tiene que hacer una maleta y buscar futuro en otra tierra.

Cada cierto tiempo, también, sale a protestar por sus derechos. Con furia, sí, con ira. ¿De qué otra manera se puede reclamar una infamia como esta? 

¿Cómo estaría usted si después de trabajar todo el día, todos los días, enfrentándose a un virus mortal y a la falta de recursos le dijeran que no hay plata para pagarle? ¿No querría romperlo todo?   

Yo querría romperlo todo. 

Hoy el comentario general es qué lástima que haya pintadas en el Centro Histórico de Quito, qué horror, qué vandalismo, qué tristeza el lindo centro de la carita de dios y no qué increíblemente miserables son nuestros gobernantes que ni siquiera pueden garantizarle a los médicos, los, insisto una vez más, héroes y heroínas de esta pandemia, su sueldo. 

A pesar de todo lo que nos está pasando, a pesar de que la vida se nos ha mostrado este año con toda su aterradora fragilidad, a pesar de que hemos muerto por toneladas, Ecuador sigue prefiriendo paredes, monumentos, cosas inanimadas, a los ciudadanos que nos cuidan.   

Imagino que esas mismas personas que exigen “mano dura”, “plomo”, “bala” y “cárcel” para los “vándalos” que escribieron pintadas en el Centro Histórico pedirán a gritos, cuando les toque, que un médico les salve la vida.

Y lo más triste es que esos médicos, impagos y precarios, se la salvarán. 

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