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Una Habitación Propia

Un fin del mundo para cada uno

Maria Fernanda Ampuero

María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.

Actualizada:

29 oct 2020 - 19:00

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Para algunos puede ser esta sensación de fragilidad, de que todo lo que construimos sobre certezas y esfuerzos es espuma, una cosa que se toca y se deshace.

La fragilidad de lo de afuera es la enfermedad de lo de adentro: no se trata de lo material, se trata de lo que sostiene todo en su lugar, incluso la cabeza. Se trata, aclarémoslo, de la pérdida absoluta de la confianza, el paso titubeante de un ser que camina sobre una soga.

Para otros puede ser el duelo. No es fácil sobrevivir el perder a alguien de esta manera, sin despedida apropiada, sin ritual, sin cerrar el círculo de la vida humana: festejar el nacimiento, celebrar cada año, despedir con lágrimas, palabras, rezos. Un duelo que no se hace bien desgarra poco a poco lo blando del tejido, lo consume. Un duelo que no se hace bien no deja ir a los muertos.

Para otros, en cambio, puede ser la tristeza de ver crecer a los niños y adolescentes solos en sus casas frente a una pantalla de computadora. El desolador recuerdo de que al mediodía tendrían un rato para jugar con sus compañeros y de que en la tarde celebrarían un cumpleaños. También el miedo a que el aislamiento cambie para siempre las capacidades sociales de esos niños y adolescentes, de que se queden mustios, empequeñecidos, sombríos, como plantas que crecieron en ecosistemas extraños.  

Tal vez para usted, como para mí, sea el terror al contagio de los padres que hace que nos alejemos de ellos justo en el momento en el que más quisiéramos abrazarlos, besarlos y decirles al oído que todo va a estar bien. Mientras más mayores se hacen nuestros padres más se vuelven nuestros hijos. Niños-abuelos muertos de miedo, llorando la pesadilla, llamándonos. Y no los podemos consolar.

Para algunos, también, el fin del mundo tiene que ver con el horror de verse por dentro: de encontrar en la neurosis una forma de vida, de sentir que el daño a la salud mental es deseable e irreversible. Tiene que ver, digo, con el cortocircuito de la memoria, con la pregunta constante: ¿es la pérdida de la razón el precio que tiene que pagar un individuo por estar vivo en el tiempo de la plaga? ¿Es normal volverse loco cuando todo es anormal? ¿Nos echamos todos a la calle o nos marchitamos en nuestras casas abrazando a la demencia?

Para todos, me parece, es la esquizofrenia de sentir que debes mantenerte incólume, firme, positivo, frente a la catástrofe (horneas un pan, haces yoga, te tomas las vitaminas, empiezas un nuevo libro) mientras todo tu cuerpo, todas tus células y tus neuronas, cada latido de tu corazón, te dicen ríndete a la única verdad: todo lo que conocías se ha ido, lo sólido se ha desvanecido en el aire y esto es el fin del mundo: seguir aquí. 

       

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