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Al aire libre

Escapada feroz de Manglaralto y del Fenómeno de El Niño

Lourdes Hernández Vásconez

Comunicadora, escritora y periodista. Corredora de maratón y ultramaratón. Autora del libro La Cinta Invisible, 5 Hábitos para Romperla.

Actualizada:

05 ago 2023 - 05:56

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En 1997, fuimos de vacaciones a Manglaralto, Santa Elena.

Mi esposo nos dejó y se volvió con un amigo. Mis hijos tenían once y catorce años. 

La playa estaba sombría, había aguaje. 

Pero playa es playa. Comenzó la diversión.

Compartíamos la cabaña con una amiga de Guayaquil y sus tres hijas chiquitas en un sitio lindo, lleno de árboles.

Fuimos a dormir la segunda noche y de repente oímos que se desataba una lluvia torrencial. Luego algo caía sobre el techo, viento fuerte, más lluvia.

El pequeño estero que había cerca sonaba como cascada y los truenos empeoraban el ruido y el miedo. 

Empezamos a ver que el agua se metía a la casa y entonces se fue la luz. 

Tratamos de dormir en medio del llanto de las niñas. El agua seguía subiendo. Los rayos iluminaban nuestro cuarto y yo creí ver que había bichos trepando por las paredes. 

Al fin amaneció y salimos chapoteando de nuestra casa. Afuera todo era devastación. Árboles caídos, lodo por todos lados. Bajamos a la playa y del estero bajaban ríos de agua con ramas y… ¿eran chanchos muertos? Recuerdo en especial una vaca arrastrada como una hoja. 

En la playa también había animales muertos, troncos, hasta un colchón apareció por ahí. 

El desastre hace que las personas se unan y solidaricen. Conversamos con los otros huéspedes buscando soluciones a las goteras, al daño de los alimentos sin refrigeración. Había una sensación de impotencia y de miradas serias entre unos y otros.

Decidimos caminar hasta el pueblo. No había autos por la carretera, solo gente andando, cargada de sus pocas pertenencias. 

Con los deslaves se habían ido sus casas. 

En Manglaralto, el puente estaba por caer y había gente retirando obstáculos con riesgo de caer también.

Llegamos a Olón a la casa de la hermana de mi amiga.

Allí había un revuelo porque encontraron su caballo muerto en la playa. Comimos algo y nos despedimos, pues en definitiva nuestra situación no era muy grave. 

"Todavía" -pensé yo.

Se aclaró un poco el cielo y los chicos fueron a explorar mientras las niñas jugaban en el lodo. Esto me tranquilizó, pero yo ya tenía en mente huir de la desolación. 

Más aún cuando pasó un helicóptero que con altavoz anunciaba que bajarían sacos de comida para los pobladores damnificados. 

Alisté sigilosamente las maletas. No dije nada a nadie, ni siquiera a mi amiga, pues ella no me hubiera permitido viajar en las condiciones en que estaban el puente y la carretera. Y toda la costa.

Durante la noche volvió a llover, pero no tan fuerte. 

A las cinco de la mañana me levanté y cargué el auto. Desperté a los chicos y les dije: nos vamos. Ellos obedecieron conscientes de lo que pasaba.

Llegamos al temido puente cuando empezaba a amanecer. Habían empezado a armar un puente Bailey, había tablas cubriendo las partes rotas, se lo veía más firme. 

Recemos -dije. 

Pasamos el puente sin respirar ni mirar abajo. Y patitas para qué te tengo, volamos esquivando troncos y ramas, patinando en el lodo. 

Nos dio risa nerviosa y sin saber por qué, miramos por el retrovisor por si alguien nos perseguía. 

Llegamos a Guayaquil y volvió la odisea. Estaba completamente inundado. 

Solo carros 4x4 pasaban. La mayoría no se atrevía: el agua llegaba hasta las puertas. 

Recordé el consejo de mi esposo de pasar despacio sin dejar de acelerar, en primera, con calma. Así hice, apoyada por mis dos chicos. 

Nuestro carro Mazda 323 sedán iba como un bote.

Navegamos por una avenida, luego otra, hasta salir a la carretera rumbo a Pallatanga. 

¡Salvados!

Aceleré y esta vez no miramos atrás.  

Nuestra primera parada fue en una tienda subiendo a Riobamba. 

Comimos pan con plátano, chocolates, chupetes, colas. Hasta me tomé una cerveza. 

Luego seguimos felices por terreno seco y conocido. 

Todavía ahora me estremezco de lo duro que fue vivir el Fenómeno de El Niño.

Tal vez antes no alertaban como lo hacen ahora, ni las casas estaban en el filo del estero. Tal vez ahora hay zonas preparadas para evacuación y al ganado se lo lleva lejos de las posibles crecientes. 

Tal vez ahora estamos más pilas para lo que se viene. 

Entre fines de 1997 y primeros meses de 1998 hubo más de 300 muertos, decenas de heridos, miles de familias evacuadas, daños y pérdidas millonarias por el Fenómeno de El Niño. 

Yo viví para contarlo.

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