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Una Habitación Propia

Quien no se quiere quedar ya se ha ido

Maria Fernanda Ampuero

María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.

Actualizada:

28 abr 2023 - 05:28

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Leo en Twitter que a un chico le han robado todos los ahorros de su cuenta y que ese dinero era para pagar la enfermedad catastrófica de su madre y para emigrar. No es la primera persona que, en los últimos años, sobre todo después de la pandemia, comparte su idea de largarse de Ecuador.

Tengo amigos y amigas, muy cercanas, casi con las maletas en la puerta, otros y otras ya se han ido. Son gente que puede irse, sí, que tiene unos ahorros y, tal vez, un pasaporte europeo o estadounidense. Privilegiados, pues, hasta para emigrar, que es el oficio más miserable del mundo.

Lo que pasa en Ecuador es de un nivel de espanto que a mí y a todas las articulistas se nos acaban las palabras. Quisiéramos decir lo que habría que decir, pero sólo nos salen alaridos y plegarias: que el siguiente muerto no sea mi hermano, mi mamá, mi hijo.

Ya no es el cáncer, un accidente, un paro cardiaco lo (único) que nos preocupa sobre la seguridad de nuestros seres queridos, sino el hecho probable y cierto de que se encuentren en el lugar equivocado en el momento equivocado.

Que se topen con una bala que era para otro, que en la tormenta de violencia se queden atrapados para siempre, que a alguien no le guste su cara, su gesto, su forma de manejar, su existencia.

La vida como la moneda más devaluada del mundo.

Raúl Vallejo escribió hace poco un texto brillante desde su título: ¿Y si hoy me toca a mí? En él, el escritor desgrana las pérdidas humanas -que nunca son sólo una, que rompen a toda la sociedad en mil pedazos- más dolorosas de los últimos tiempos y después de escribir que "la violencia cotidiana es producto de una inadecuada política pública de seguridad, de la incapacidad de gestión gubernamental y del debilitamiento de la institucionalidad del Estado", se pregunta, como todos y todas: ¿y si hoy me toca a mí?

Yo le tengo menos miedo a mi muerte, aunque sea de una forma violenta e injusta, por ejemplo, en manos de un sicario disléxico o una masacre indiscriminada, que a la muerte de la gente que amo.

Pensar que alguien dispara contra la cabeza de mi hermano porque no le gustó cómo lo miró o que en una balacera en el supermercado mi mamá, que ya es mayor, no alcance a agacharse a tiempo.

Si a alguien le tiene que tocar que me toque a mí: no a ella, no a ellos. Es mi plegaria diaria, el mantra que me permite afrontar que tengo familia en Ecuador.

Todos los días, a cada rato, este pensamiento pasa por la cabeza de alguien en nuestra tierra, un país donde las muertes violentas crecieron más de un 80% en apenas un año.

Imagínense velar el cadáver de tu padre o de tu hermano sabiendo que esa muerte se podía prevenir, que es producto de un crimen organizado que ha crecido sin control, maleza sin jardinero, haciéndose fuerte y asfixiando a las pequeñas plantas empavorecidas.

No hay nadie al timón. Los piratas ya son los únicos que sonríen.

Vivir en Ecuador es vivir con miedo, dormir en el castillo de los monstruos, trabajar con ansiedad, disfrutar a medias. Vivir en Ecuador es apenas sobrevivir un día más preguntándote constantemente ¿y si hoy me toca a mí?

Después de la dolarización, como bien saben, miles de ecuatorianos nos fuimos huyendo de otra salvajada: la crisis económica. Después de 18 años de escuchar historias de emigrantes he entendido muy bien la raíz del dolor: lo que destruye no es irse, sino no poder quedarte.

Escucho cada vez más, sobre todo a parejas jóvenes, con hijos chicos, hablando de la emigración como única posibilidad de tener una vida medianamente serena. De vivir en lugar de sobrevivir.

Pienso que un país en el que todo el que pudiera agarraría su maleta y se largaría es, más que un país, un fracaso.

Los que quieren largarse ya están un poco fuera, un poco lejos. El que está de verdad, el que no sueña con emigrar, es el que sostiene la economía, se endeuda, monta negocios, compra casas, tiene hijos, pasea, lucha, es, en resumen, el que da forma al mapa del país. 

El resto, el que nada más piensa en cómo cruzar la frontera a donde sea, es un fantasma con una cédula que le duele y le espanta. Un no-ciudadano.

Veo con increíble dolor cómo nuestro país se está convirtiendo en un país de refugiados de la violencia, de gente que se agolpa ante cualquier promesa de empezar de nuevo en otra tierra.

Un país como un cascarón podrido.

Agazapados, esperando la oportunidad de largarnos, pedimos a dios o a quién sea que no nos toque hoy, que no les toque a mis hermanos o a mis padres ni a nadie a quien amemos, aunque sabemos perfectamente que le tocará a alguien que también está de rodillas en este instante, pidiendo exactamente lo mismo. 

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