Columnista Invitado
Nuestros nietos decidirán con los pies
Arquitecto y consultor urbano con más de 20 años en su oficio. Analiza ciudades y su gobernanza desde la intersección entre diseño, instituciones y ciudadanía.
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Crecí frente al antiguo aeropuerto, cuando cruzar de La Amazonas a La Prensa era un gesto casi doméstico, como moverse dentro de la misma casa.
En diciembre, las novenas se repartían entre los hogares de los vecinos, mientras los aviones peinaban nuestros tejados. Aun así, fue un barrio caminable y cercano, donde mi escuela y los parques estaban a pocos pasos.
El monumento al Labrador era nuestro GPS; el parque José Collaguazo, un paseo ajardinado que conectaba con la Isla San Cristóbal y el parque Isla Tortuga, era un portal directo a la Avenida de los Shyris. Sí, todo eso sigue en pie, pero como vestigios desgastados de una vida a pie que se mudó hace rato.
Lo que fue mi patio frontal, ahora llamado Parque Bicentenario, existe, pero todavía no se ha convertido en algo cotidiano y esencial para la mayoría, como lo son el Parque La Carolina o el Parque de las Cuadras.
Como termómetro informal, lancé una pregunta en redes sociales: ¿Dónde imaginas que vivirán tus nietos en veinte años? Las respuestas, aunque limitadas, fueron transparentes: seis de cada diez votaron por los valles de Cumbayá, Tumbaco y Los Chillos, no porque sean los únicos destinos posibles, sino porque hoy, a mi modo de ver, concentran un espejismo que muchos anhelamos. Como si el único futuro estuviera reservado para la Ruta Viva, las cercas eléctricas y los centros comerciales escoltando las avenidas.
En esta encuesta, muy pocos eligieron el casco histórico, el corredor del Metro o el Bicentenario. No se mencionan los vacíos urbanos del barrio La Mariscal ni el corredor de la Avenida 10 de Agosto.
Es comprensible: este desplazamiento no ocurre solo en los valles ni responde a un único grupo social. Se repite, con matices distintos, desde San Antonio de Pichincha hasta Guamaní.
El relato aspiracional es transversal. Yo mismo vivo desde hace poco en el Valle, y eso no invalida la pregunta: que algo nos funcione o nos resulte cómodo ahora, no garantiza que sea sostenible para quienes vienen después. Los datos no tienen nostalgia y nuestros nietos decidirán con los pies.
Según el INEC, el tamaño promedio de los hogares en Ecuador cayó a 3,2 personas en 2022, y en Pichincha es todavía menor. La fecundidad ronda los 1,8 hijos por mujer, muy por debajo del nivel de reemplazo. Y los nacimientos bajaron de 238.000 en 2023 a 215.000 en 2024.
Vienen familias más pequeñas, con menos hijos, más adultos mayores, y esto se aplica a todos los estratos y tipologías de vivienda.
Esa demografía llega al territorio. Las próximas generaciones, no solo por elección, sino también por su capacidad de endeudamiento, por sus largas horas de desplazamiento o por la lejanía de las instituciones educativas, cada vez tienen menos posibilidades de permanecer.
Hoy, Quito todavía no ofrece una diversidad de alternativas barriales centradas en lo humano con claridad. Mientras tanto, el crecimiento sigue empujándose hacia los bordes.
Los valles y otras zonas de expansión seguirán allí, y eso no está mal. Su dinamismo es innegable, pero me cuesta aceptar que deban seguir siendo el modelo futuro de nuestras ciudades. Sin embargo, se trata de entender que Quito no puede extenderse de forma inexorable, transformando zonas céntricas en cuadras de abandono.
El Labrador y el Bicentenario, que se encuentran pausados y sin magnetismo, están prestos a despertarlos, no como única respuesta, sino como uno de los tantos barrios con infraestructura consolidada que requieren urgentemente planes técnicos, visionarios y sostenibles.
Sin dramatismo, el mercado se mueve hacia donde encuentra oportunidades y se retira de donde dejan de existir. En ese mismo vacío, la degradación social encuentra espacio para instalarse. No es una paradoja ni una exageración: es un patrón que se repite.
Donde no hay un plan de inversión, no hay vida urbana; y sin vida urbana, no hay manera de crear valor.
Vale la pena pensarlo juntos y no solo desde lo individual, porque la pregunta final no es solamente si nuestros nietos querrán vivir igual que ahora lo hacemos nosotros, sino también si les será posible.
Todo esto no responde a la nostalgia, sino a una sencilla lógica urbana: volver a casa a pie podría ser la única forma de permanecer.