Tablilla de cera
El fracaso de los asesinos de García Moreno

Escritor, periodista y editor; académico de la Lengua y de la Historia; politico y profesor universitario. Fue vicealcalde de Quito y embajador en Colombia.
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Hoy, 6 de agosto, se cumplen 150 años del asesinato del presidente Gabriel García Moreno, uno de los hitos oscuros de la historia del Ecuador.
Los hechos son archiconocidos: un grupo de conspiradores liberales se venía reuniendo desde meses antes en citas clandestinas limitadas a muy pocos participantes, siendo Manuel Polanco el vínculo entre todos y quien reclutó a Faustino Rayo para que fuera actor material del atentado.
Polanco también fue el enlace con los militares, para comprometerles en una asonada, y con otros grupos, entre ellos uno de pastusos, para que apoyaran un supuesto levantamiento popular, que nunca sucedió.
En efecto, el Batallón No 1, que ocupaba el cuartel de la Real Audiencia, frente al lado sur del Palacio de Gobierno, no respondió para nada, a pesar de que los complotados confiaban en su acción, pues estaban seguros de haber comprometido el apoyo de su segundo jefe, comandante Francisco Sánchez.
Así que esa tarde los conspiradores pudieron completar una parte de su plan: mataron, de manera salvaje, a machetazos y tiros de pistola, a García Moreno, pero fracasaron en lo sustancial de ese plan, un golpe de estado, que incluía apresar a los ministros y principales dirigentes del conservadorismo e imponer un nuevo régimen, que los complotados fantaseaban que sería respaldado de manera espontánea y masiva por el pueblo.
El asesino que blandió el machete (hubo otros que descerrajaron disparos), murió antes que el presidente, alcanzado por un tiro de la guardia presidencial, mientras este agonizó en la catedral, a donde lo llevaron malherido.
Los macabros hechos de ese día han sido relatados muchas veces. No es del caso repetir la narración, aunque sí cabe puntualizar porqué, en mi concepto, se evitó el abismo al que se asomó el Ecuador con la súbita y cruenta desaparición de la figura que había dominado la vida política nacional los15 años previos.
No solo me refiero a que el régimen reaccionara ante el crimen, asumiera el poder el ministro del interior Francisco Javier León, declarara estado de sitio y dispusiera la prisión y juzgamiento de los autores.
Si no, también, a que León convocara a elecciones para elegir un nuevo presidente, que esas elecciones se celebraran en octubre y que asumiera en diciembre el triunfador, Antonio Borrero, tenaz opositor cuencano a García Moreno, de una tendencia distinta, la católico-liberal, que luego también se llamaría “progresista”.
Sí, es verdad que el gobierno de Borrero solamente duró un año, porque el 8 de septiembre de 1876 se produjo el cuartelazo del Gral. Ignacio de Veintemilla, comandante de zona de Guayaquil, quien organizó un poderoso ejército que avanzó en dos columnas, una comandada por él, que subió a la Sierra por Guaranda, y otra por el Gral. José María Urbina, el expresidente que había vuelto de su exilio en Lima, que ascendió por Alausí.
Las tropas gubernamentales no tuvieron oportunidad: las dos batallas dejaron mil muertos, casi todos del lado del Gobierno, algo nunca sucedido en el Ecuador (en la batalla del Pichincha hubo unos 600 muertos).
¿Cuál la razón de esta matanza? Que los ejércitos de la revuelta estuvieron equipados con modernos fusiles Remington, comprados por el Gobierno, pero que los había retenido el golpista en Guayaquil.
Funcionaban con cartuchos metálicos con fulminante propio y fácil recarga, contra los que no pudo el poder de fuego de los viejos mosquetes de avancarga de los constitucionalistas, armas de la época de las guerras de la Independencia, que se cargaban por la boca del cañón, con pólvora y una bala de plomo, y que se disparaban con una mecha o provocando una chispa.
Con ese baño de sangre, con mil muertos a su haber, se inició una de las más funestas dictaduras de la historia del Ecuador.
Ratera, pedestre, enemiga de la cultura y del progreso, arbitraria, Veintemilla mató a tanto opositor que Montalvo le llamó “Ignacio de la Cuchilla”. No solo eso, sino que, ante su crueldad y desgobierno, el Cosmopolita, que había dicho “Mi pluma lo mató”, llegó a decir que mil veces habría preferido que siguiera gobernando García Moreno.
Pero precisamente ese fue un componente del fracaso de los asesinos de García Moreno: no solo que no se hubiera establecido el régimen liberal esclarecido y democrático que fantaseaban, sino que, tras unos meses de transición democrática, se enseñoreara en el país una dictadura ignara y feroz.
El mayor triunfo de García Moreno, sin embargo, y la mayor derrota de sus enemigos, estuvo en que el país disgregado y a punto de perecer por las divisiones internas y las ambiciones de sus vecinos, que querían trocearlo y repartirse sus despojos en 1859-1860, permaneciera unido durante su gobierno y desde su gobierno en adelante en estos 150 años.
Para ello, García Moreno empleó una fórmula de unidad que nunca se ha apreciado en su cabalidad: la fe religiosa como aglutinante de un pueblo.
García Moreno supo con claridad que la política y el poder debían servir para construir el Estado casi inexistente y la nación en ciernes y que la única manera de hacerlo era a través del catolicismo, porque este unía a todos, incluidos conservadores y liberales, centralistas y federalistas, la Costa y la Sierra, la incipiente clase media y los exportadores.
Su idea del Ecuador católico, que se fundara en la fe y se aliara con el papado, no se oponía a que fuera moderno, progresista, “un país moral y libre, civilizado y rico”.
García Moreno entendió lo que mucho más tarde, en 1912, diría Émile Durkheim en su obra "Las formas elementales de la vida religiosa": la religión no es solo un conjunto de creencias individuales, sino una institución colectiva que refuerza la cohesión social y la identidad grupal.
Igual que se empeñaba en la obra pública, en las mejoras urbanas de la capital, en unir al país con caminos y carreteras e, incluso, concebir el ferrocarril Guayaquil-Quito, del que construyó 40 km, se empeñaba en la reforma de las órdenes religiosas y en las prácticas públicas de la fe.
Igual que apoyó la educación, la fijación de los símbolos patrios, trajo a los jesuitas alemanes para instituir la Escuela Politécnica Nacional y abrió el Observatorio Astronómico, apoyó la consagración del Ecuador al Sagrado Corazón de Jesús.
Ese “espíritu nacional” del que hablaba, suponía una nación católica inclusiva. Por eso concebía al Ecuador como “el pueblo de la fe” y “la patria de la verdad”.
No todos estaban ni estamos de acuerdo con ese enfoque, por supuesto. La tendencia de los liberales católicos, por ejemplo, en los mismos días de García Moreno era distinta: ellos estaban por desasociar la Iglesia y el Estado y consagrar la libertad de conciencia.
El propio Federico González Suárez no estaba de acuerdo. Siendo cura de la diócesis de Cuenca, Mons. Estévez de Toral, siempre enfrentado con García Moreno, lo designó para que pronunciara la oración fúnebre en la ceremonia en la catedral tras el asesinato.
González Suárez dijo, casi al inicio de su alocución: “Yo no pertenecí a su partido político, como es notorio; por lo mismo, mis palabras están lejos de ser dictadas por la pasión, antes me inspira la justicia. García Moreno tuvo defectos notables, pero estos defectos nacían de sus mismas buenas prendas; mejor dicho, eran excesos de sus mismas cualidades”.
Estas palabras, como se comprende, fueron muy criticadas por quienes veían a García Moreno como un santo y un mártir de la fe, y habrían de ser una de las marcas de las diferencias que los católicos ultramontanos tuvieron por décadas con González Suárez, quien fue, más tarde, obispo de Ibarra y arzobispo de Quito.
Y es una marca de diferencia entre los fanáticos seguidores de García Moreno, y quienes, en la historiografía ecuatoriana reciente, lo juzgamos desapasionadamente.
Al cabo de 150 años es posible esa mirada, que permite reconocer su grandeza y sus defectos y ver también el papel que jugó y el producto social que fue, en un momento clave de la historia. Y entender cómo logró, con un método poco usual, construir la unidad de una nación.