Punto de fuga
La cultura de la argolla, la rosca, la palanca…

Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
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Dejen de rasgarse las vestiduras un momento y respiren (inhalen y exhalen despacio, hasta que les haya pasado la hiperventilación). Ahora, respondan a esta pregunta: ¿jamás de los jamases se han beneficiado o participado de un palanqueo, como benefactores o favorecidos? Supongo que el 99.9 por ciento de quienes lean esto no tendrá más remedio que reconocer que de cualquier manera, en grados y con consecuencias de diferente gravedad, han estado involucrados en este comportamiento social tan reprochable como común entre quienes ejercemos la ecuatorianidad.
No se salva nadie, ni los asambleístas ni nosotros. Es más, si los asambleístas son así, es porque nosotros somos así; la misma tribu nos amamantó a todos, solo que unos salieron peores (o más vivarachos) que otros. Tampoco es que sea una característica endémica del Ecuador, Latinoamérica entera comparte esta debilidad, que nos ha llevado a ser la región con mayor desigualdad social y económica del planeta. No es un consuelo, es una vergüenza colectiva. Nos delatan las palabras que usamos y que describen nuestra realidad. El diccionario recoge esos usos y costumbres en forma de letras que hacen nuestro retrato hablado.
Por ejemplo, si uno busca los significados de rosca o argolla, en algún punto llega al sinónimo ‘camarilla’, que significa “conjunto de personas que influyen subrepticiamente en los asuntos de Estado o en las decisiones de alguna autoridad superior”. Y sus otros sinónimos son: pandilla, conciliábulo, conventículo, piña. Para ambas palabras, rosca y argolla, el diccionario señala que esas acepciones culposas son de uso común en distintos países latinoamericanos.
Una de las acepciones de palanca es “persona influyente que apoya a alguien”, lo que no dice el diccionario es que en el caso de la palanca ese apoyo siempre será condicionado y esperará algún tipo de retribución a cambio del favor realizado (el famoso quid pro quo que tan de moda se puso hace poco en la geopolítica mundial). Por cierto, esta acepción está muy arraigada en México, donde parece que todo o mucho se mueve con palancas. Y hasta hay quienes analizan sociológicamente esa práctica en ese país.
Pero no vayan a creer que este es un pecado únicamente de hispanohablantes, los anglosajones tienen su correspondiente leverage (literalmente, palanca) y la aplican según les convenga; o se dedican a pulling the strings (o mover los hilos) con destreza. La diferencia quizás —y esta es una afirmación fruto de la observación empírica únicamente— es que la práctica no suele ser tan extendida ni abierta ni perjudicial en proporciones insultantes para la vida en sociedad.
Otras culturas e idiomas también tienen sus equivalentes: en Rusia es blat; en China, guanxi; y en Brasil, jeitinho. Y aunque cada idiosincrasia le pone sus matices a esta práctica social, en absolutamente todos los contextos se sabe que se trata de comportamientos chuecos que siempre dejan damnificados, de mayor o menor gravedad. Es la alteración del fiel de la balanza en versión comportamiento humano.
Gracias a esta cultura de la argolla, la rosca o la palanca (llámenla como les parezca, que cualquiera de esas palabras contiene la clave de nuestra tragedia colectiva) estamos como estamos. En ellas están explicados los negocios que se reparten entre unos pocos; ya sean los vivos con pedigrí, mañas y plata, o los vivos sin ningún pedigrí, pero con astucia y mañas que les permiten conseguir —como sea— plata y/o poder. En ambos casos, lo que más importa son los contactos, los padrinos, ser parte de alguna rosca. Ahí sí no hay distinciones de clase social, etnia o género. Argolla es argolla.
Dice Arturo Pérez Reverte en uno de sus libros: "En España, señor capitán, no hay más justicia que la que uno compra" (Francisco de Quevedo al capitán Alatriste). Cambien la palabra España por Ecuador y funciona igual de bien. Ya saben, aquí sólo el que tiene padrino se bautiza. Eso sí, a costa de la injusticia y la desigualdad avasallantes, en un panorama en el que todos quieren algún beneficio inmerecido; todos tienen algo que dar a cambio para recibirlo; y todos miramos al otro lado cuando nos conviene.
Eso nomás era. Ya pueden volver a hiperventilar.