Punto de fuga
Nostalgia de la rutina

Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
Actualizada:
Vengo de vuelta de tres semanas de vivir como semi-nómada digital. Todo muy emocionante. Todo muy agotador, también. Además de una cantidad de imágenes apelotonadas en alguna parte de mi cerebro (soy de tomar pocas fotos), sumadas a la alegría de haber vuelto a ver y a querer lugares y personas, me queda una certeza nueva: necesito, desesperadamente, mi rutina.
No sé si a ustedes también les está pasando que se sienten medio desorientados en la transición, justo ahora que se acabaron las vacaciones -al menos para quienes vivimos al norte de la línea ecuatorial- y los rituales y las obligaciones de siempre nos esperan con los brazos abiertos. A no pocos esta idea les resulta espeluznante, porque por algún equívoco semántico se ha convertido a la rutina en sinónimo de aburrimiento, de tristeza, de todo lo que está mal. Discrepo.
Tras días intensos de levantarme en cuatro lugares distintos en la misma semana y comer cosas riquísimas, tan especiales como largamente añoradas, en donde se me ocurriera, me sorprendí cometiendo una blasfemia contra el ethos viajero y desenfadado de la cofradía nómada digital, que ya suma más de 40 millones de almas desperdigadas por todo el mundo, laptop y mochila en mano: quería estar en mi casa; levantándome todos los días a la misma hora, intercalando mis desayunos habituales, cenando las mismas tres cosas que cocino bien, manejar los ocho minutos exactos por las mismas calles que me conducen a mi oficina, salir disparada a las cinco de la tarde para ir a subirme a una bicicleta estática, etc.
Normalmente se habla de y se veneran las rutinas creativas, de músicos, escritores, pintores, artistas en general; y, últimamente, de las de la gente que sabe cómo hacer plata (que es exitosa, dicen). Pero no de las rutinas humildes que nos mantienen con los pies en la tierra, viviendo inconscientes, quizás alegres, nuestros pequeños días. Esa es la rutina de la que he venido sintiendo una nostalgia arrebatada y que aún no recupero por completo. El desvío me sigue pasando factura. Cambios de horarios, refrigeradoras vacías, trámites pendientes y cansancios acumulados también me estaban esperando con los brazos abiertos a la vuelta de mis días locos. ¿A ustedes no?
Sé que es solo una ilusión, una añoranza de lo que nunca jamás sucedió (con el perdón de los odiadores de Joaquín Sabina), pero es como querer vivir dentro de la película ‘Perfect days’, de Wim Wenders, esa preciosidad en la que me quedé pensando por semanas después de haberla visto. Su cualidad hipnótica, inspiradora, dejándonos entrar en la vida imperturbable, repetitiva y cautivante (por repetitiva) de Hirayama y su tarea diaria de limpiar baños públicos en Tokio.
Entonces, para empezar a retomar mi rutina, estoy sentada cumpliendo con la tarea en que me ocupo los jueves cada dos semanas, cuando puntualmente en la noche termino de escribir y envío el artículo que saldrá el sábado en Primicias. Solas, mi laptop y yo, siempre a media luz. Ella, imperturbable, eficiente; yo, recorriendo por millonésima vez las mismas teclas, tomando agua fría o té como si estuviera atravesando el desierto, tratando de concentrarme sin desviarme a mirar de reojo mi teléfono o de despistarme en los planes de la próxima escapada que me saque de la rutina, esa que acabo de descubrir que añoro tanto.