Lo invisible de las ciudades
Odio: un pequeño tributo personal a Andrés Caicedo, contra el Ecuador y el mundo

Arquitecto, urbanista y escritor. Profesor e Investigador del Colegio de Arquitectura y Diseño Interior de la USFQ. Escribe en varios medios de comunicación sobre asuntos urbanos. Ha publicado también como novelista.
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Odio el país en el que nos hemos convertido, donde pesan más los bandos que los hechos, donde el espíritu de cuerpo prevalece por encima de la moral.
Odio cómo encajamos tan bien en este mundo reaccionario, donde la opinión pública surge de las tripas y no de la razón; de la militancia, y no del criterio personal. Odio presenciar la agonía de la ética y el apogeo de la desfachatez con la que se cometen el abuso y el delito. Odio que el nuevo pecado capital sea “ellos no son de los nuestros”.
Odio el país que me ha recibido luego de un par de semanas de ausencia. Más que dividido (cosa que siempre hemos sido), confrontado. Odio el abuso de poder que nuestra policía y fuerzas armadas han aprendido de recientes capacitaciones. Odio que la reacción violenta no se use contra los fuertes e ilícitos, que nos gangrenan. También odio cómo la oposición de hoy se desgarra las ropas, protestando contra estas atrocidades; sabiendo que actuarán igual, cuando sean ellos los que gobiernen.
Odio la romantización de la pobreza; cómo los que dicen luchar por los pobres se vuelven ricos. Odio cómo los ricos se enriquecen más. Odio cómo despotrican contra los ricos quienes disimulan mal que anhelan serlo.
Odio la satanización de la discrepancia; la segregación contra aquellos que no quieren calzar en ningún molde. Odio que se persiga la expresión del pensamiento individual. No soporto que se justifique la acción violenta en nombre de causas justas; como si estas no perdieran su valor, cuando el discurso debe sostener atrocidades. Odio que se califique de “tibios” a los que -en lugar de tomar uno de los bandos preestablecidos- deciden asumir las consecuencias de sostener su propia postura. Odio que se denuncien como “violentas” las palabras provocadoras de reflexiones, mientras la violencia crece ante la indiferencia de supuestos luchadores.
Odio la miopía que nos impide ver el bien común y nos limita a ver intereses ajenos, que -equivocadamente- interpretamos como propios.
Odio la vehemencia con la que algunos latinos idolatran a Trump. Odio al pariente desempleado, que habla pestes de los migrantes, acusándolos de parásitos, mientras se la pasa años viviendo en casa ajena, sin pagar el valor justo de su alquiler.
Odio el fanatismo que convierte a la política en religión fundamentalista y a la religión en un sustento de la política. Ni los caudillos deben estar en los altares; ni los profetas ocupar curules.
Odio la xenofobia. Pierde puntos conmigo el español que me dice “un gusto conocerte; pero, no te piensas quedar de largo, ¿verdad?”. También detesto al ecuatoriano que dice “indios de mierda” o “¡regresen a su casa, venecos!”. Ese suele ser el mismo que -años atrás- temía terminar de mesero en Miami, en Lima o en Buenos Aires, si las cosas seguían por mal camino.
Odio el sedentarismo con el que se practica ahora la militancia política; al que se siente que ha mejorado al mundo por repostear videos en redes sociales, al que se viste de hippie o de rockero, para negarse a sí mismo que ya es parte del status quo. Todos dicen tener causas; pero nadie está dispuesto a sangrar por ellas. La ironía está en que solo sangran los fanáticos sin causa y las víctimas circunstanciales.
Odio que el futuro de la Patria esté en manos de quienes tienen un pie en la tumba; y que la carencia de profundidad de las nuevas generaciones nos tenga de tumbo en tumbo, del problema vigente de hoy al problema que estará vigente mañana.
Odio que, en esta segunda Edad Media sin avisoramiento de un segundo Renacimiento, lo único que detiene a la corrupción o al abuso es la pérdida de dinero o de seguidores.