Esto no es político
La arrogancia del poder: Noboa, el subsidio al diésel y las protestas que se cocinan en Ecuador

Periodista. Conductora del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.
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Cuando un gobierno decide imponer una medida que altera el bolsillo de los ciudadanos, lo mínimo que se puede esperar es humildad, empatía y apertura al diálogo. Pero lo que estamos viendo con la eliminación del subsidio al diésel bajo la administración de Daniel Noboa —y las respuestas de sus ministros y voceros— es otra cosa: es un ejercicio de arrogancia que amenaza con agravar la crisis social y política antes de siquiera reconocer su magnitud.
¿Se pueden tomar medidas así de drásticas sin un proceso de diálogo previo y acuerdos mínimos? La historia reciente del país nos ha demostrado que no. El paro de 2019, en donde se registró una violencia sin precedentes en manifestaciones sociales, dejó un saldo de 1340 heridos, al menos seis muertos y 22 personas que sufrieron afectaciones físicas permanentes, según cifras de la Defensoría del Pueblo. Además, hubo policías secuestrados, periodistas y medios atacados, vuelos suspendidos y pérdidas millonarias.
Han pasado casi seis años de esos hechos y se hace inevitable pensar en el pasado y en las lecciones que el dolor, la violencia y la incapacidad del poder de hallar puentes con los distintos actores de la sociedad debieron habernos dejado.
Hoy hay otro gobierno. Otro presidente. Otros actores. Pero en medio, siguen los ciudadanos navegando en un contexto de violencia agudizada, de precarización y deterioro profundo de los servicios públicos. El Ecuador de 2019 ya no es el mismo de 2025. Para bien y para mal.
Está claro que una política fiscal sostenible es necesaria. Lo que sorprende es cómo se ha manejado el episodio: no sólo como una política económica, sino como una imposición con nulo espacio a la negociación, dicho en boca de la vocera presidencial, Carolina Jaramillo. “La decisión está tomada”, dijo.
Esto suena menos a diálogo y más a ultimátum. No hay concesiones, no hay margen para el reclamo social. Hay una orden —y punto.
"No se puede buscar el diálogo con quienes históricamente han intentado paralizar el país y con esto generar pérdidas a quienes más necesitan trabajar", agregó Jaramillo, en referencia a la posibilidad de hablar con la Conaie.
Si el rol de una organización histórica —con todo los cuestionamientos legítimos que se puede tener hacia ella — se reduce al rol de antagonista y de responsable de “paralizar el país”, se termina toda posibilidad de acuerdos.
Y quizás hoy o mañana el gobierno no los necesite, pero eventualmente lo hará porque el descontento se cocina a fuego lento. Y organizaciones que funcionan con toma de decisiones colectivas, como la Conaie, no necesariamente reaccionan de un día al otro, pues la toma de decisiones internas es más bien lenta. Pero reaccionan y tienen capacidad de movilización, resistencia y aglutinamiento.
El ministro del Interior, John Reimberg, ha mantenido la misma retórica.
“Nosotros no vamos a permitir que se altere el orden, la paz, es un mensaje claro para no dejar que se altere la paz”, dijo tras los primeros anuncios de movilizaciones, además, confirmó que hay dos personas detenidas en Carchi y que "estaban incitando a que estas medidas pasen a mayor nivel”, dijo.
En su discurso se filtra la idea de que protestar es casi un acto de mala voluntad: si protestas, estás siendo irracional, estás obstaculizando un bien mayor. Pero olvida que cuando una medida golpea al bolsillo de la gente, la respuesta no puede ser la arrogancia.
Lastimosamente, esta se ha manifestado de muchas formas en pocos días. Un presidente ausente, que prefiere que sus ministros den la cara ante una medida impopular pero que el gobierno considera necesaria. ¿No debería ser entonces el mandatario quien enfrente a la opinión pública por una decisión que toma?
La arrogancia también se evidencia en las formas que han usado algunos voceros para comunicar y al asumir que cualquier oposición es ideológica o interesada; en desestimar el dolor o las consecuencias para quienes menos tienen.
Pero esta arrogancia tiene un peligro: puede generar más resentimiento, polarización y violencia. Cuando un poder se siente fuerte y actúa sin reconocer legitimidad al otro —a las comunidades, a los transportistas, a la ciudadanía afectada— pierde justamente eso que más necesita: legitimidad.
El mejor ejemplo ocurrió el martes en Cuenca, donde miles de ciudadanos marcharon en defensa del agua. Una movilización pacífica, masiva y que incluyó a distintos sectores de la sociedad, recordó al país en el que la gente sí está dispuesta a organizarse de forma pacífica, cuando siente que sus derechos o sus recursos están en riesgo.
Ese precedente debería hacer reflexionar al gobierno. Porque si el martes fue el agua, mañana puede ser el acumulado de una serie de demandas que están allí y a las que el gobierno poco o nada ha regresado a ver: la salud, la violencia o la crisis económica —agudizada, para muchas familias, por el incremento de precios generales que se prevé tras la eliminación del subsidio— las que detonen el descontento.
Frente a esa suma de malestares no bastará con estados de excepción ni con discursos confrontativos, hará falta diálogo real, reconocimiento político de las necesidades y demandas de otros sectores, y apertura. De lo contrario, la contención del malestar social se volverá cada vez más problemática y el riesgo de que las protestas pacíficas deriven en escenarios violentos será mayor.
Nadie gana cuando hay violencia en las protestas, pero la violencia no aparece de la nada: se cocina lentamente cuando el Estado se niega a mirar la realidad de millones de ecuatorianos para quienes el golpe de decisiones como esta es mucho más profundo de lo que desde Carondelet se alcanza a medir.
Miremos los paros de 2019 y 2022. No fue una respuesta de un día al otro. Fue la suma de muchos descontentos, de mucha arrogancia del poder de turno y de mucho desinterés por los problemas y dolores de un país que no necesariamente se ve desde la comodidad de Carondelet.
Esa acumulación de síntomas ya está allí: hospitales colapsados, empleos precarios, inseguridad creciente, familias que hacen malabares para llegar a fin de mes. Ignorarlos — e ignorar el impacto que una medida como la eliminación del subsidio al diésel puede tener en ellos— es ignorar las brasas que arden bajo la superficie.
Ecuador es un país con demasiadas heridas abiertas y no puede permitirse seguir abriendo más.