De la Vida Real
Las marchas no llenan los platos vacíos
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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El 28 de octubre, en Televistazo, se transmitió un reportaje de apenas cuatro minutos y once segundos, pero suficiente para sacudir la conciencia. El periodista Hernán Higuera muestra la realidad más cruda del campo ecuatoriano: familias indígenas y campesinas viviendo en una precariedad que supera la pobreza extrema. Son vidas atrapadas en un ciclo que no se rompe ni con marchas ni con protestas.
Ver el video me estremeció. Es imposible no sentirse reflejada, sobre todo si una es madre. Las mujeres del campo aparecen cargando el peso de la miseria: sin trabajo, sin alimentos, sin esperanza. Una de las hijas, de la primera entrevistada está enferma del corazón, no puede alimentarse bien y cuenta que en su casa solo hay cebollas. Esa imagen duele. Duele porque no la vemos, porque no la tenemos cerca. Duele también porque nos recuerda que detrás de cada cifra de pobreza hay una historia que respira, sufre y resiste en silencio.
El reportaje inicia con un texto que sintetiza la tragedia: “Mujeres, niños y adultos mayores son los más vulnerables. Vivir con menos de un dólar y no tener comida es una situación diaria en la comunidad de Guangaje, en Cotopaxi”.
¿Cómo es posible que en pleno 2025 aumente la distancia entre la pobreza y la pobreza extrema, mientras los discursos oficiales se quedan en palabras vacías? Las madres del campo quieren lo mismo que queremos todas: que sus hijos estén sanos, que tengan buena educación, que coman lo más saludable posible.
Pero ellas no pueden garantizar ni un plato de comida nutritiva al día. Rosa, una de las entrevistadas es enferma y tiene tres hijos, dice que no puede participar en las movilizaciones por su discapacidad, y por eso los dirigentes indígenas la han dejado sola. Vende cebolla en el mercado cuando puede. Antes vendía lana de borrego. Desde que se enfermó, perdió ese ingreso. En su mirada se ve resignación, pero también una dignidad inmensa, la de quien lucha aún sabiendo que le dieron la espalda.
Las protestas, los paros y las consignas en redes sociales no sirven para nada. Nada de eso ha cambiado su realidad. Mientras en las ciudades nos jactamos felices de haber comprado un atado de cebolla por 25 centavos, olvidamos que con eso no se alimenta una familia. Nos falta empatía. Nos falta mirar hacia adentro y entender que un país no avanza mientras una parte de su gente vive en el abandono.
El reportaje muestra también un centro de salud gigante pero vacío, a una hora caminando, con dos médicos rurales y sin medicinas. ¿Puede llamarse país en vías de desarrollo uno que abandona así a su gente? En las imágenes se ve una escuela decente, pero no se dice nada de su condición académica. Los hijos de María Rosa hablan español, ella no, aunque se entiende bien con el reportero. Se ve en la toma lo que cocina en una olla, como dice Higuera: “allí se come lo que el campo da”: cebolla, un poco de avena y diminutos trozos de zanahoria.
María y María Rosa son madres. Tienen alrededor de mi edad, pero parecen mucho mayores. Cargan frío, hambre y angustia. Su piel, su voz, su silencio son la evidencia más clara de que la pobreza indígena no ha cambiado en décadas y, como van las cosas, tampoco cambiará pronto. Mientras la historia se repite, gobierno a gobierno, ellas seguirán soportando frío y hambre junto a sus hijos, y a sus animales.
El último paro nacional movilizó a miles de personas que decían defender al pueblo indígena, pero ¿de qué sirve paralizar al país si al final todo sigue igual? No basta exigir subsidios. Hay que exigir educación de calidad, salud, vivienda y dignidad. Las marchas visibilizan, sí, pero no transforman, además se terminan y todos nos volvernos a olvidar del sector indígena, hasta que se vuelva a levantar. Y cuando ni siquiera pueden marchar, los castigan quitándoles el apoyo de la comunidad y las dejan más solas aún.
La pobreza rural no se combate con discursos ni con ideologías que frenan el desarrollo individual. Tampoco con gobiernos que prometen políticas que nunca llegan. Se combate con estrategias reales, medibles y sostenibles en el tiempo, a pesar de cambio de gobiernos.
Porque mientras el país discute subsidios, ellas siguen cocinando cebolla para darles de comer a sus hijos. Y mientras la ciudad se distrae con titulares, el campo sigue esperando justicia, no caridad.