El indiscreto encanto de la política
Fausto Miño no solo canta, también opina de derecho constitucional

Catedrático universitario, comunicador y analista político. Máster en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Salamanca.
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Fausto Miño no solo canta, también opina de derecho constitucional. Sus recientes declaraciones contra la Corte Constitucional incendiaron las redes y, con un par de frases altisonantes, consiguió lo que muchos juristas, periodistas y políticos no han logrado: poner a la Corte en el centro del debate nacional.
Eso sí, no por la solidez de sus argumentos, sino por el estruendo de sus exabruptos.
Pero más allá de la polémica inicial, lo interesante es que sus comentarios abrieron un debate de mayor calado: el alcance y los límites de la libertad de expresión.
Conviene, entonces, aclarar un punto esencial.
En democracia, todo ciudadano tiene el derecho irrenunciable a expresarse, incluso si sus opiniones resultan estrafalarias, infundadas o de mal gusto. Pero de ahí a exigir respeto automático por cualquier ocurrencia hay un largo trecho.
El filósofo español Antonio Marina lo resume con claridad: lo respetable no son las opiniones en sí mismas, sino el derecho a expresarlas.
Defender la libertad de expresión a ultranza es un deber democrático; sin embargo, no todas las voces tienen el mismo valor en el debate público.
El respeto no se otorga por la fama del autor ni por la cantidad de “likes” que genera, sino por la calidad de los argumentos.
De lo contrario, la discusión se degrada en un concurso de gritos donde los más estridentes parecen más relevantes que los más sensatos.
El caso Miño ilustra un fenómeno recurrente: se confunde la libertad de hablar con la obligación de escuchar sin criterio. En ese terreno se borra la diferencia entre la crítica legítima y el insulto fácil.
La Corte Constitucional, como cualquier institución democrática, merece debate y escrutinio, pero también argumentos que eleven la conversación y no que la reduzcan al espectáculo en redes sociales.
La discusión de fondo no es si alguien puede opinar —eso está fuera de duda—, sino cómo construimos una ciudadanía capaz de distinguir qué opiniones merecen atención y cuáles son solo ruido.
La libertad de expresión se defiende precisamente para que nadie quede callado. Pero si queremos que esa libertad fortalezca la democracia, la clave está en educar, en argumentar y en fomentar un debate de altura.
Opinar es un derecho; ser escuchado con respeto, en cambio, hay que ganárselo.