Érase una vez en Quito

Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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La vida tiene sus giros bruscos, sus ‘turning points’, como las películas: cuatro horas antes de que Iñaki Oñate estrenara en la Cinemateca Nacional el documental ‘Érase una vez en Quito’, falleció súbitamente su papá, el poeta, cuentista y maestro universitario Iván Oñate, amigo mío desde que nos conocimos en la Escuela de Sociología allá por 1970.
Él venía de Córdoba, Argentina, donde había participado en las revueltas estudiantiles del llamado Cordobazo contra la dictadura de Onganía y debió abandonar el país. Yo volvía de San Francisco, cuna del hipismo y la revolución cultural.
Pero, más allá de la sociología o la política, lo que nos unió fue la literatura: el fulgor del boom latinoamericano nos encandilaba a todos y hablábamos hasta la madrugada de esas novelas que se volvieron legendarias y maridaban perfectamente con el ron con cola y el humo del cigarrillo. (¡Ah, esos tiempos cuando todos fumábamos y bebíamos y no teníamos chuchaqui!).
En el santuario del Iván se hallaban ‘Rayuela’ de Cortázar y ‘El túnel’ de Sábato, junto a César Vallejo y los cuentos de Borges. Eso y alguna foto de James Dean, que en la una mano tenía a Marlon Brando diciendo: “!Go to hell!” y en la otra a Montgomery Clift suplicando: “Help me, help me”. Síntesis de su estética. Pero todos los ídolos hacían silencio cuando templaba la guitarra y con una voz poderosa arremetía con las canciones de Leonardo Favio que aprendió en la Argentina y siguió cantando toda la vida.
Y siguió escribiendo: en 1977 publicó ‘En casa del ahorcado’, un libro que terminaría sacudiendo la atmósfera amodorrada de la poesía local. Vendrían luego los cuentos de ‘El hacha enterrada’, muchas veces reeditados, y ‘Anatomía del vacío’, que terminó de consolidar su lenguaje poético.
Así pasaron los años 80 y los 90; cada uno escribió por su lado, pero siempre mantuvimos el contacto, hasta la semana pasada cuando debíamos vernos en el estreno del flamante documental de Iñaki, que había heredado del Iván el amor por el cine y por la Argentina, donde estudió y realizó los primeros trabajos y cortos de ficción.
‘Érase una vez…’ enfoca a las salas de cine quiteñas que vivieron su último esplendor en la misma época de la que vengo hablando y entraron en decadencia ante el embate de las salas múltiples de los centros comerciales, plagadas de películas taquilleras y gente conversando y devorando canguil.
Cámara en mano, Iñaki va rastreando cines ya envueltos en la leyenda urbana, algunos precariamente en pie, abandonados a su suerte, como el Atahualpa, o definitivamente evaporados como el Central, donde pasaban las series del Santo y los luchadores mexicanos.
Iñaki no cede al fácil recurso de incluir fragmentos de las cintas a todo color de las superestrellas, sino que mantiene el tono grave y entrevista a sobrevivientes como el señor Bohórquez, que deambula por las ruinas del Wonder Bar y el teatro Bolívar, donde ha trabajado 65 años. Cual fantasma de cine gótico, el viejo operador explica cómo funcionaban las máquinas y recuerda los gritos del público cuando se rompía el celuloide y debía pegarlo sobre la marcha.
Esa atmósfera melancólica, en blanco y negro, se acentúa con tomas fugaces de la cartelera de los diarios –cuando los anuncios de las películas llenaban esas amplias páginas olorosas a tinta que desplegábamos en el desayuno–, sección tan indispensable como los avisos clasificados y los partes mortuorios.
Avanzado el documental, sin previo aviso, asoma el Iván leyendo ‘Cinema’, cuyos versos nos instalan en la matiné de un cine ambateño: pasados los empellones y el barullo adolescente, cuando se hacía la oscuridad e imperaba el silencio: “De repente/ la vida daba su vuelco sagrado/ y allí estaba ella: Elizabeth, Natalie, Marilyn…”
Ese muchacho que aprendió a ver el mundo en las pantallas de cine se convertiría en profesor de Semiótica y Literatura en la Universidad Central, donde analizaría con sucesivas generaciones de estudiantes a los grandes poetas y narradores de América Latina y publicaría varios libros de poesía, pero nunca olvidaría las noches de su juventud.
Digo porque hace un par de meses me confesó que le gustaría dominar la física cuántica para volver a una de esas guitarreadas. Quién no, si era lo mejor de la vida Por eso apuraba el vaso de ron y cantaba una copla argentina que sonaba a consigna: “Muerte si me andas buscando/ un favor te pediré/ déjame seguir cantando/ llévame después”.
El después fue medio siglo después. Chao, poeta.