¿Por qué tantas se tiñen de rubio?

Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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En la sala de espera de unos consultorios médicos, todos lucimos diversos tonos de mestizaje con los correspondientes cabellos oscuros. Todos, salvo la pareja sesentona que sonríe desde el banner que publicita los servicios médicos: altos, ropa casual pero elegante, seguros de sí mismos y rubios por supuesto; ellos, y una de las recepcionistas que se ha iluminado bastante el cabello.
Márquetin aspiracional llaman los publicistas a esas imágenes de modelos blancos/as que nos venden autos, apartamentos, ropa y sobre todo felicidad, aunque para quedar medio parecidos a ellos, en la ventana del 4x4 de alta gama, hay que arreglarse la nariz. De allí que la rinoplastia sea la cirugía estética más demandada, pero un paso más sencillo es teñirse el cabello.
Por donde uno mire –lugares, clases sociales, izquierda y derecha políticas– se topa con mujeres pintadas con distintos estilos y tonos de rubio, y con algunos muchachos también, sobre todo deportistas de alta competencia, como la nueva estrella del Barcelona de España, Yamine Yamal, bien moreno y bien oxigenado.
Por supuesto que cada uno tiene derecho de tinturarse el pelo como quiera, aunque solo fuere por joder o llamar la atención. Hace medio siglo los punks antisistema lanzaron la moda estrafalaria de pintarse de rojo, o verde, o azul chillón los penachos, pero el abrumador predominio de los tonos rubios no es casual, ni tampoco inocente. Algo nos está diciendo; algo sobre quién impone los patrones del establishment. Y cómo.
A partir de 1953, cuando actuó en ‘Los caballeros las prefieren rubias’, una tal Marilyn Monroe, que empezaba a convertirse en ícono de Hollywood, dio pie (y pierna y melena y glamur) al cliché de la rubia sensual y tonta que encantaba a los hombres.
Pero todo estaba trastrocado porque Marilyn no se llamaba Marilyn sino Norma Baker; tampoco era rubia sino que teñía de amarillo su cabello castaño y no tenía un pelo de tonta pues su coeficiente intelectual alcanzaba 165. Tras un suicidio altamente sospechoso hallaron en su apartamento una biblioteca de 400 volúmenes con obras de Marx, Bertrand Rusell, García Lorca, Tolstoi y así por el estilo.
La tendencia se mantuvo desde entonces, no a leer a Bertrand Rusell o a Tolstoi, bueno hubiera sido, sino a enrubiarse y acentuar la sensualidad. Para hacer el cross-over, la barranquillera Shakira, que rezuma sangre árabe, también se aclaró el pelo, aunque no tanto como Cristina Aguilera, de raíces ecuatorianas, que luce rubia platinada.
Según otro cliché (y los clichés modelan el gusto) las rubias son más atractivas porque se las percibe como más divertidas y desenfadadas. Que lo sean o no es otra historia. En cualquier caso son más llamativas en la penumbra de la disco o en medio de los apagones totales a la ecuatoriana.
¿A qué viene todo esto? Pues a que la crisis de identidad que padecemos, el no saber quiénes mismo somos ni qué país queremos, es muy anterior a los smartphones y las redes sociales: las influencers homogeneizadas con el bisturí, la silicona y el TikTok solo vinieron a agravar una desorientación que se remonta a la Colonia.
Mucho se ha escrito sobre las maneras cómo los patrones nórdicos de belleza (altas, blancas, delgadas, satisfechas) aumentan la inseguridad de las aspirantes criollas. Peor aún: en la sociedad global del simulacro que vivimos desde hace mucho, considerando que ni las originales eran originales, ¿qué decir de los diversos grados de rubias criollas? Decir quizás que esas raíces oscuras que se obstinan en asomar cada semana generan ansiedad y ahondan la insatisfacción.
Algo parecido vemos hasta en la cima del mundo: los pelos rubios y flotantes que Donald Trump acomoda sobre su cabeza, así como los bronceadores y cremas que dan a su piel ese tono naranja artificial, delatan que el hombre más poderoso del mundo es tan inseguro frente al espejo como cualquier otra persona. Salvo que ese rubio sí que puede alterar el orden del planeta casi sin despeinarse.