Lo más radical es ser moderado
Profesor de ciencia política y Decano de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad San Francisco de Quito.
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Durante por lo menos los últimos quince años, la política ecuatoriana ha estado caracterizada por una profunda polarización en torno a la figura de Rafael Correa. Las posturas y sentimientos hacia él, ya sean favorables o negativos, han definido el comportamiento político de buena parte de la ciudadanía ecuatoriana y, de manera indirecta, el funcionamiento mismo del sistema político. En el Ecuador, como en varios otros países a nivel mundial, la política ha dejado de articularse en torno a debates programáticos o diferencias ideológicas claras, para organizarse más bien alrededor de identidades afectivas que separan a los “nuestros” de los “otros”.
La polarización política no es necesariamente negativa. Buena parte de la literatura especializada en el tema encuentra que un grado leve de polarización es beneficioso para un sistema democrático porque permite a los ciudadanos diferenciar entre propuestas, clarificar preferencias y fortalecer un debate público plural. Sin contrastes, no hay deliberación; sin alternativas, no hay verdadera elección. Los problemas aparecen cuando la polarización alcanza niveles altos y persistentes, especialmente cuando deja de basarse en posturas ideológicas y pasa a asentarse en emociones negativas hacia quienes piensan distinto. Esta versión extrema, conocida como polarización afectiva, provoca que las decisiones, opiniones y comportamientos de las personas sean tomados de forma irracional; como dice un querido amigo, cuando la política se juega más con las tripas que con la cabeza.
El debate público en Ecuador se caracteriza, justamente, por esta dinámica. Las discusiones en redes sociales y en muchos medios de prensa rara vez superan el intercambio de insultos o descalificaciones. Las posiciones se han vuelto tan rígidas que, incluso frente a evidencia contundente o argumentos bien elaborados, buena parte de la ciudadanía tiende a interpretar cualquier información de acuerdo con lo que confirma su identidad política previa. Quien simpatiza con el correísmo leerá la realidad de una manera; quien lo rechaza visceralmente, de otra completamente distinta. La verdad deja de importar y lo que queda es la pertenencia al bando propio.
Este clima tiene efectos profundos y duraderos. En un contexto así, los incentivos para los actores políticos se distorsionan: ser moderado, matizado o pragmático deja de ser rentable. La política se convierte en una competencia por ver quién grita más fuerte, quién muestra mayor lealtad al líder o o quién logra capitalizar mejor la indignación del momento. El espacio para el diálogo se reduce, el costo de tender puentes aumenta, y la sociedad se fragmenta en burbujas donde cada grupo se siente moralmente superior al otro. La posibilidad de construir consensos mínimos se esfuma, y con ella, la capacidad del país para resolver problemas urgentes.
Es por esto que, en escenarios de polarización extrema, la moderación se vuelve, paradójicamente, el gesto más radical. No porque implique tibieza o falta de convicción, sino porque exige un coraje distinto: el de resistir la presión del grupo propio, el de negarse a ver al adversario como enemigo, el de reconocer matices en una conversación acostumbrada a los absolutos. La moderación no significa renunciar a los principios ni dejar de denunciar abusos; exige, más bien, hacerlo sin convertir al adversario en enemigo irreconciliable. La moderación es radical porque va contra el clima dominante, porque desafía el modo en que se ha venido haciendo política y porque demanda inteligencia emocional en un entorno que premia la reacción visceral.
Ser moderado implica algo más profundo: aceptar que ninguna fuerza política posee el monopolio de la verdad, y que el futuro del país no se construirá desde la anulación del otro, sino desde la convivencia con él. Implica también entender que la estabilidad democrática no depende de la victoria permanente de un bando, sino de la existencia de instituciones capaces de procesar el conflicto sin que este destruya el tejido social. Y, sobre todo, implica reconocer que la ciudadanía está cansada de una política convertida en ring de boxeo, donde el objetivo es dejar al adversario noqueado y no buscar soluciones que mejoren la vida cotidiana de la gente.
En un país que lleva tanto tiempo atrapado en la lógica personalista del “conmigo o contra mí”, apostar por la moderación es casi un acto de rebeldía. Es una invitación a recuperar el valor del diálogo, de la escucha y de la argumentación. Es recordar que la democracia funciona mejor cuando las diferencias son reconocidas y gestionadas, no exacerbadas y explotadas. Y es, finalmente, una apuesta por reconstruir un sentido de comunidad política que hoy está claramente fracturado.
Quizás, en el Ecuador, después de tantos años de polarización corrosiva, lo más revolucionario que podemos hacer como sociedad es atrevernos a ser moderados.