Las múltiples caras del racismo en el Ecuador

Profesor de ciencia política y Decano de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad San Francisco de Quito.
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Conocí al racismo en el Ecuador por primera vez en mi séptimo cumpleaños. Nos habíamos mudado de Guayaquil a Quito, y empecé a asistir a una escuelita privada de clase media cerca de mi nuevo hogar. Con facilidad me integré en el colegio y pronto ya contaba con un nuevo grupo de amigos. Al mismo tiempo, empecé a jugar fútbol en un equipo barrial, dirigido por un empleado de mi padre. Es así como al mismo tiempo fui construyendo, en paralelo, dos grupos de amistades: los del colegio y los del fútbol. Para mí eran simplemente dos grupos de amigos, que había conocido en lugares distintos y ante circunstancias diversas, pero amigos al fin.
Se acercaba mi cumpleaños y mi madre me ofreció organizar una fiesta en casa para celebrarlo. Sin pensarlo mucho, y con la inocencia de un niño de seis años, invité a mis dos grupos de amigos. Yo no sabía que pertenecían a dos grupos “distintos”, pero ese día me di cuenta. Durante la fiesta, vi que los unos no se acercaban a los otros, que entre ambos se tenían “recelo”. No me acuerdo de muchos detalles más, pero recuerdo que la interacción entre los dos grupos de niños -de alrededor de seis a ocho años- no fluía. Ese día, por primera vez, escuché la palabra “longos”, y me di de bruces contra la realidad de la estructura social ecuatoriana.
El racismo en el Ecuador es complejo y tiene muchas caras. Una es la faceta más obvia, la más fácil de entender e identificar, y es la de que ciertas personas, por el solo hecho de pertenecer a un determinado grupo étnico (o social), se creen superiores a otras. De esto en el Ecuador hay -y mucho- y se expresa de varias maneras, ya sea con desprecio, lástima, o paternalismo. Una muestra de esto es como durante las manifestaciones del pasado octubre, las redes sociales y conversaciones privadas se llenaron de comentarios denigrantes en términos raciales o étnicos. “Indios vagos”, “longos revoltosos”, “son pobres porque quieren”, “subdesarrollados”, o “son pobres y hay que ayudarles”, entre una amplia gama.
Pero el racismo en el Ecuador no se agota ahí, en la creencia de algunos de ser seres superiores. Sin duda, esa es una manifestación grave que hiere profundamente el tejido social. Sin embargo, hay otra dimensión del racismo en el Ecuador, que es menos obvia, pero que puede tener efectos bastante más potentes: la desigualdad estructural. Nuestra estructura social se caracteriza por una profunda desigualdad entre sus ciudadanos. Según datos del Banco Mundial, el Ecuador es uno de los países más desiguales de la región más desigual del planeta: América Latina. De acuerdo con la World Inequality Database, el 10% más rico de la población concentra el 60% de la riqueza del país, mientras que el 50% más pobre tan sólo el 5%.
La desigualdad estructural es de largo plazo: un reflejo de siglos de acumulación de recursos y poder, y esto tiene consecuencias a nivel político y social. Una de ellas es el racismo estructural. El racismo estructural no necesita insultos ni intenciones: se expresa en los sistemas que reproducen las desigualdades generación tras generación. La desigualdad de nuestra estructura social resulta en que por el simple hecho de haber nacido en un barrio, una familia, un género, o un grupo étnico en particular, las probabilidades de entrar a una buena universidad, obtener un buen trabajo, o simplemente tener mayor esperanza de vida sean decenas -sino centenares- de veces mayores (o menores). Quien afirme lo contrario, y diga que en el país todos tenemos las mismas oportunidades sólo necesita revisar algunos números.
El problema es profundo. Aparte de que tenemos individuos racistas, nuestra estructura social también lo es. Una sociedad con estas características tiene que enfrentar sus conflictos con valentía, entereza y desprendimiento si es que quiere de alguna manera resolverlos. Si queremos mejorar la convivencia en nuestro país, la reducción de las desigualdades en nuestra sociedad es una condición absolutamente necesaria. Esto nos llevará a una sociedad más democrática, productiva, segura, sana y feliz.
No hace falta violencia, hace falta reconciliación. No hace falta lástima, hace falta respeto. No hace falta caridad, hace falta justicia. En el Ecuador existe una serie de problemas estructurales que definen nuestra manera de ser y de funcionar como sociedad, y que no han podido ser resueltos nunca. El racismo es uno de ellos. Que no nos sorprenda que de aquí al futuro, mientras no resolvamos los problemas de fondo del Ecuador, sigamos viviendo “estallidos” indígenas o de otros grupos vulnerables del país. Reconocer nuestro racismo estructural no nos condena: es el primer paso para superarlo.