Columnista invitado
Un alto al fuego en Gaza: menos idealismo, más pragmatismo

Investigador de la Iniciativa Global contra el Crimen Organizado (GI-TOC) y profesor especializado en seguridad y economía criminal. PhD en Estado de Derecho y Gobernanza Global.
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Este 9 de octubre se alcanzó un acuerdo parcial para un alto al fuego en Gaza y la liberación de cerca de 48 rehenes. Un avance, dirán algunos, en un conflicto que ya acumula más de 77 años de historia. Aunque, siendo sinceros, cuesta llamarlo “avance” cuando el escepticismo por su implementación es casi tan antiguo como el propio conflicto.
Los hechos recientes se remontan al ataque ejecutado por el grupo Hamás en territorio israelí, que dejó más de 1.200 personas muertas. Sin embargo, las cifras de la “nueva” incursión de Israel (una que parece repetirse desde 1948) son todavía más devastadoras.
Según las Naciones Unidas, en dos años de ofensiva el ejército israelí ha ocupado el 87% de Gaza, dejando 67 mil palestinos asesinados, de los cuales un 31% son niños y niñas. A esto se suman 455 muertes por desnutrición, consecuencia directa del bloqueo impuesto por el gobierno de Netanyahu sobre un territorio de apenas 365 kilómetros cuadrados. Todo, por supuesto, bajo el argumento de que tales medidas buscan eliminar la “amenaza” que representa el grupo terrorista Hamás para la seguridad de Israel.
Cuesta mirar con optimismo los acuerdos alcanzados este fin de semana, sobre todo cuando Netanyahu continúa negando la posibilidad de una solución de dos Estados y especialmente, cuando pesa sobre sus hombros el irrespeto al alto al fuego de marzo de 2025. A esto se agrega, su discurso en la Asamblea General de la ONU de 2023 cuando defendió, sin pudor, la idea de un “Gran Israel”, una fantasía promovida por la derecha más radical y religiosa judía que imagina un territorio expandido desde el Nilo hasta el Éufrates.
La última Asamblea General marcó, sin duda, un hito diplomático. La comunidad internacional incrementó la presión sobre Israel: países como Francia y Reino Unido reconocieron al Estado palestino, mientras numerosos delegados abandonaron la sala durante el discurso de Netanyahu. Más de 142 países votaron a favor de la solución de dos Estados. Y Ecuador, fiel a su reciente tradición de incoherencia diplomática, se abstuvo por segundo año sobre las resoluciones de Palestina; decisiones que ignoran su propia historia exterior y obedece, más bien, a los intereses personales del gobierno de turno.
Pero poco o nada parece importarle a Netanyahu y a sus ministros la imagen internacional del pueblo judío. En medio de esta ofensiva, que se extiende ahora al conflicto con Irán, y a los roces con Catar y otras naciones árabes, el primer ministro intenta desviar la atención del juicio por soborno, fraude y abuso de confianza que arrastra desde 2019, además del creciente descontento social en Israel. Todo bajo el argumento de un juego de suma cero: la victoria de Israel solo sería posible sin la existencia de Palestina. Curioso, considerando que esa “victoria” parece representar más los intereses personales de Netanyahu que los del propio pueblo judío, muchos de los cuales han salido a las calles o del país, ante la desconfianza hacia su primer ministro.
El pragmatismo que impone este conflicto deja, una vez más, lecciones amargas. Mientras la comunidad internacional sigue idealizando el fin de una guerra de 77 años mediante la creación de dos Estados, los intereses de las grandes potencias y la obsesión de “Bibi” por perpetuarse en el poder, hacen pensar que, aunque los acuerdos se reciban con “buenos ojos”, la autodeterminación del pueblo palestino y la creación de su propio Estado siguen siendo una promesa tan vieja como la Declaración Balfour de 1917.