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El Chef de la Política

La vicepresidencia, ¿para qué?

Santiago Basabe

Politólogo, profesor de la Universidad San Francisco de Quito, analista político y Director de "Pescadito Editoriales"

Actualizada:

23 dic 2024 - 05:55

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Para muy poco o nada, en el caso ecuatoriano. Aunque en algún momento de la historia reciente el segundo mandatario tuvo funciones específicas que cumplir, durante las últimas décadas ese espacio de poder ha constituido, esencialmente, un punto de tensiones y enfrentamientos entre el Jefe de Estado y su acompañante en la papeleta electoral. Vista la realidad del país, su institucionalidad y los patrones de comportamiento de nuestros actores políticos, quizás convendría abrir un debate en torno a la posibilidad de eliminar esa figura de nuestro ordenamiento jurídico.

En términos teóricos, la vicepresidencia podría servir como un elemento de negociación de cara a la formación de coaliciones electorales. Desde ese punto de vista, dicho espacio de poder podría incrementar los acuerdos políticos del nuevo gobierno. De esa forma, el país ganaría en estabilidad y las políticas públicas podrían fluir de mejor forma en cuanto a su elaboración y ejecución. Además, el vicepresidente podría actuar también como un vaso comunicante entre la administración pública y algunos sectores sociales clave, frente a los que sea necesario gestionar la conflictividad de forma temprana.

No obstante, para que los roles mencionados operen se requiere tanto la presencia de organizaciones políticas lo suficientemente estructuradas como de códigos de convivencia democrática medianamente establecidos.

Ambos rasgos del sistema político en Ecuador se han debilitado en el tiempo al punto que, al día de hoy, los partidos son espacios cuasi delincuenciales de captura de los recursos del Estado y la racionalidad de quienes manejan los hilos del poder entienden como improductiva la posibilidad de conversar y llegar a acuerdos elementales. Lo más grave es que la descripción previa difícilmente cambiará en el corto y mediano plazo.

Bajo este diagnóstico, mantener la figura vicepresidencial no tendría mayor sentido. No hay que tener el mejor diseño institucional sino el que pueda generar resultados más beneficiosos para el país al que se aplica. Esa es la máxima que debería orientar la discusión nacional en este tema.

Como hemos visto en los últimos procesos electorales, el espacio de los candidatos vicepresidenciales es entregado, en general, a alguien prácticamente desconocido de la vida pública del país y bajo la efímera consigna de que ahí debe reflejarse la diversidad geográfica del país. Si el presidenciable es de la Costa, el segundo a bordo debe ser de la Sierra y viceversa.

Esa presunción, la de que esa aparente ecuanimidad lleva a mejores resultados electorales, no ha pasado de ser una conjetura sin verificación empírica pues, por el diseño institucional del Ecuador, no tenemos la posibilidad de escoger por cuerda separada al segundo mandatario y, como consecuencia de ello, es difícil valorar en qué medida ese candidato aportó o no al caudal de votos del binomio. Aunque en algún momento nuestras reglas de juego político permitieron elegir en papeleta independiente a ambos mandatarios, pensar en esa opción sería más nocivo que lo que ahora tenemos.

La idea de que la vicepresidencia puede constituir un medio de diversificación de las labores del Jefe de Estado es otra de las posibles razones que se tendría para mantener dicha figura política. Al respecto, la evidencia recopilada por el colega José Zurita, de la Universidad de Bergen, en Noruega, siembra dudas sobre la efectividad de lo señalado. En efecto, Zurita identifica que en al menos 11 países de América los vicepresidentes no tienen funciones específicas y que, como consecuencia de ello, actúan a partir de los encargos específicos del presidente. Por tanto, las facultades delegadas a los vicepresidentes pueden ser amplias, limitadas, mínimas o las de la señora Abad.

Pensando en el caso ecuatoriano, si nuestra realidad es la que antes se delineó, el presidente bien podría trasladar la ejecución de determinadas políticas o sectores, que sean constitucionalmente susceptibles de encargo, a una secretaría de la propia presidencia o a un ministro-secretario de Estado. Si la idea es descongestionar el despacho del presidente, ahí existe una alternativa. Chile y México, por ejemplo, han suplido la ausencia de figura vicepresidencial con una estructura organizativa que les permite operar la gestión del gobierno. Uruguay, Argentina o Bolivia, de su lado, han optado por una figura vicepresidencial distinta, en la que el segundo mandatario dirige el poder legislativo. Bajo esa fórmula institucional, en Ecuador los juicios políticos serían de a dos por año y las elecciones más constantes que los apagones de los últimos meses.

No hay que desconocer que tuvimos vicepresidentes de primer nivel, como el extinto Luis Parodi, a quien el Embajador Gustavo Palacio se ha encargado de darle un justo reconocimiento mediante un proyecto de develamiento de un busto en Génova. No obstante, esa no ha sido la regla. Lo habitual han sido relaciones tensas entre los dos mandatarios, descoordinación de acciones, amenazas a la institucionalidad del país e incluso conflictos zanjados ante la opinión pública. El caso de Noboa no es el único ni será el último. Si ya nos conocemos como somos, ¿para qué nos atrevemos a tener vicepresidente?

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